Lo que yo quería, de haber podido conversar con el inolvidable escritor Gabriel García Márquez, era haberme regodeado en imaginar, y así sonreír los dos, pinceladas dignas de una novela como Cien años de soledad, pero que intentasen retratar al cubano. Aunque el diálogo nunca se produjo, estoy convencida de que le hubiera dicho algo como esto: «¿De qué insólita manera podría contarse la historia de la resistencia de una Isla; cómo dejar testimonio, en un lenguaje que todos quieran leer, sobre una etapa que no concluye y que aquí hemos dado en llamar Período especial?
Me hubiera encantado escuchar su opinión, porque él pudo aquilatar la intensidad nuestra, las cosas que nos han sucedido, suceden y seguirán sucediendo. No por casualidad era amigo de Fidel y una vez escribió sobre él y sus gustos. Fue un texto que en Cuba pasó de mano en mano y que entre todos, por millones, leímos con avidez. Años después escribió sobre la asombrosa historia del niño Elián, y volvimos a buscarlo con la misma curiosidad de lectores agradecidos. Pero creo que hasta él sabía que atraparnos en una historia general le zumba el mango; y que era preferible vivir los encuentros con toda la magia desbordante de la Revolución y sus protagonistas, a escribirlos.
Mis líneas, en estas horas de triunfo y recuento, van dedicadas a ese personaje que me quita el sueño: el cubano y su resistencia, con todo lo que ello conlleva.
Todavía no está la novela, ni el gran monumento que él merece. Tal vez tengan que ser muchos libros. Mientras tanto, siguen en pie, para contar lo extraordinario, los sobrevivientes de una saga que en el peor de los momentos significó el reinvento de casi todos los objetos y costumbres: lo que se comía, las sustancias para la limpieza y el baño, lo que servía para transportarse (incluida la vuelta masiva a las bicicletas), el cuidado de las gastadas ropas dentro de los escaparates, la sonrisa en las noches oscuras, por ausencia de luz eléctrica (paréntesis silencioso que los más experimentados aprovechaban para contar historias), y la restauración de cuanto objeto podía ser útil y era candidato a la condición de la perpetuidad.
De la terquedad viene el cubano, de no querer bajar la cabeza. De ser cimarrón. Y eso, ya sabemos, le ha costado muy caro: ha sido condenado a caminar muy lento sobre los rieles de la holgura. Pero él no se cansa: lleva dentro de sí una fortaleza que el adversario no entiende y por tanto no puede desarmar.
No se cansa porque viene de seres como José Martí, ese milagro y privilegio humano cuyo mundo —como definió hermosamente el maestro Cintio Vitier— tiene las huellas dactilares de los hombres de todas las regiones y épocas. «Es el mundo de los industriosos, de los artesanos y artistas de la realidad o la imaginación, que se alimentan una a la otra, sospechando en esa mutua caridad la filiación divina, el sello de semejanza».
De esa maravilla bebieron todas las generaciones sucesoras, hasta hoy. Y en esa línea de grandeza ya sabemos que la Isla ha dado titanes, hombres y mujeres enormes, atrevidísimos; seres extraordinarios, bellos en todos los sentidos, telúricos como Mella, legendarios como el Che o Camilo, insondables como Fidel, todos hijos del «agónico humanismo martiano» del que habló Cintio, humanismo que ha marcado a quienes aquí amamos por encima de todo la vida, a tal punto, que si nos quieren cerrar el paso no creemos ni nos detenemos en el miedo, o en la tristeza, o en la maldad de quienes se hacen los locos, o en el «¿ahora qué?»…
Abrazo a ese personaje extraordinario, mi compatriota; le guiño un ojo, le extiendo una mano; nos seguiremos riendo juntos de cualquier cosa. Y seguiremos siendo difíciles, atravesados para lo que funcione mal, herméticos para el extraño que venga en son de ultraje, muy serios allí donde hay que serlo, románticos y agradecidos. Dignos definitivamente, cada uno de nosotros, de la impronta del mejor novelista. ¿Y en qué arte nos acomodaremos tranquilos, sin exageraciones, sin desbordar marcos, sin sobrecoger en demasía al artista?