El muchacho se colocó la capa y saltó al vacío desde un piso alto. Algunas fracturas le enseñaron para siempre la distancia que separa la ilusión de la realidad. Superman dominó por mucho tiempo las tiras cómicas. Tarzán también había surgido por aquel entonces. Pocos aspiraban a andar entre monos de la selva, aunque la contextura humana del personaje incitaba a fortalecer los bíceps.
Todo indica que la búsqueda de modelos forma parte del desarrollo de la personalidad y puede contribuir a la orientación vocacional. En tiempos dominados por el libro, el radio y el cine, la imaginación participaba en la corporeización de las figuras y los paisajes. Salgari y Julio Verne animaban el espíritu aventurero y las interrogantes sobre un futuro modelado por avances de la técnica. La pantalla cinematográfica regalaba un universo ilusorio a un espectador sentado en sala oscura. Como cuando cae el telón del teatro, en algún momento se encenderían las luces.
A mediados del siglo XX, la televisión irrumpió en el espacio privado. Modificó algunos hábitos. La familia se sentaba con el plato en la mano a observar el espectáculo. Abandonaban la mesa tradicional, pero no renunciaban a la distancia crítica. Intercambiaban opiniones y comentarios. La autonomía del sujeto dominaba la pequeña pantalla. En grupos o en parejas, los más jóvenes mantenían sus costumbres callejeras. Los novios preferían el tranquilo refugio de la sala oscura.
La expansión de las tecnologías de la computación genera rupturas más profundas. La persona se aísla cuando establece, solitaria, sus numerosas conexiones a distancia.
La inmersión temprana en el mundo de los videojuegos y de los animados fractura la distancia entre el espectador y la imagen. Capturado por ella, puede caer en la adicción hasta mutilar el desarrollo autónomo de su personalidad individual. La clave del fenómeno no se encuentra en el empleo de la tecnología. Tiene su origen en estudios científicos de la sicología humana al servicio de la mercadotecnia.
El enfoque biológico en el campo de la investigación del cuerpo humano ha revelado zonas hasta ahora desconocidas respecto al funcionamiento del cerebro. Subsisten todavía territorios recónditos que guardan su misterio y plantean numerosas interrogantes. La complejidad del problema se acrecienta si tenemos en cuenta que la evolución de la especie debe mucho al factor social para sobrevivir; necesitamos formar parte de una comunidad interactiva. Desde finales del siglo XIX, la corriente psicoanalítica fundada por Sigmund Freud encontró una de sus fuentes en la evolución de las especies, según Carlos Darwin. Desde esta perspectiva, la humanidad moderna es el resultado del combate entre instinto y cultura.
La tradición psicoanalítica divide la naturaleza humana en tres partes. El yo consciente y lúcido que somos está apresado entre las fuerzas oscuras del subconsciente y la función inhibitoria del superyo, responsable de proteger los valores morales prevalecientes en la sociedad. En el trasfondo sumergido late la demanda de huir del dolor y disfrutar del placer. De ahí surge la noción de la felicidad, concepto abstracto que adquiere contenido concreto en los contextos históricos específicos. Los poetas bucólicos cantaron el dulce lamentar de dos pastores en un ambiente campestre presidido por la armonía y la ausencia de conflictividad. Pocos son los que procuran tan suave refugio, porque son tres los paradigmas dominantes. Algunos buscan el cielo prometido cumpliendo las normas de conducta establecidas. La sociedad propone otras aspiraciones. Hay sueños miríficos que pasaron del oro al billete y de este último a las cuentas en algún paraíso. Hay vidas que se consumen en esa obsesión asociada a distintas modalidades de ejercicio del poder.
Ciencia relativamente joven, la sicología ha tenido una rápida expansión. Sus resultados se aplican según la demanda social. Puede contribuir al bienestar humano y, en sentido inverso, convertirse en instrumento para la manipulación de las personas. El instinto ancestral subyace bajo las máscaras de una cultura milenaria. Apelando a esos resortes, se absolutiza la búsqueda del placer que libera la agresividad contenida por el contrato social. Se construyen y exacerban necesidades hasta conducir a la adicción y a la dependencia de un estímulo externo. La aparente reafirmación de la individualidad se traduce en la práctica en un proceso homogeneizador. La persona subordina su conducta al influjo omnipresente de un solo emisor de modelos de disfrute placentero. Saciada el hambre y concluida la jornada laboral, desde tiempos inmemoriales los hombres se reunían en torno al fuego a escuchar historias. Como decía Onelio Jorge Cardoso, estaban saciando otra hambre, la de los sueños y la imaginación. Así se perfilaron héroes míticos que llegaron hasta nuestros días. Semejantes a nosotros y, a la vez, inaccesibles. Pudieron ser el astuto Odiseo, el generoso bandolero Manuel García, rey de los campos de Cuba. Sin diluir a la persona, vida e imaginación se alimentan mutuamente, nos dice el Cuentero. Creado para representar el triunfo del hombre blanco, Tarzán no deja más huella en los muchachos que el gusto por cultivar los bíceps, porque la distancia crítica los preserva de la adicción.