Aquella muchacha que vi un día cualquiera relataba a una acompañante con la que transitaba por la acera la fascinación experimentada al visitar una ciudad extranjera, de la que acababa de regresar. Lo hacía visiblemente entusiasmada mientras sorbía el contenido de una lata de cerveza, que en cuanto terminó de consumirla lanzó estrepitosamente al piso, pese a la cercanía de un latón de basura. Un hombre maduro que cruzaba le recriminó con gentileza, y la respuesta no se hizo esperar, a tono con el lenguaje de los tiempos: «Tío, eso no le hace daño a nadie».
Probablemente en el lugar en el que estuvo antes nunca se atrevió a proceder así, ni mucho menos beber etílico en circulaciones públicas, acatando las reglas ciudadanas establecidas, y sancionadas cuando se violan. Pero de retorno, pareció inmune a la asimilación de tan constructiva experiencia y de incorporar tales normas. Por el contrario actuó como si de una ciudad vertedero se tratara en cualquiera de sus resquicios.
En el mismo tramo del incidente, por el que también acostumbro desplazarme, una mañana me sorprendió la presencia de cristales puntiagudos rotos, de potencial peligrosidad, cuya causa fue un «juego» de muchachos, consistente en romper botellas, y sin que ningún adulto interviniera para evitarlo. A pocos metros, la pared de una vivienda recién pintada apareció alterada con grafitis.
La indiferencia y el dejar hacer, desatados y propiciados por la ausencia del accionar de competentes autoridades correctivas, y que se extiende a parques y otros espacios y propiedades públicas; las agresivas invasiones ruidosas al descanso y el sueño, más las insuficientes respuestas de instancias administrativas a planteamientos de la población, configuran un corrosivo desamor generalizado.
Esta Habana, capital de todos los cubanos, declarada con toda justicia por su historia, cultura y otros muchos valores Ciudad Maravilla, puede transformarse en ciudad pesadilla de no remover nuestras fibras más sensibles y en primer término saber y hasta aprender a amarla, y que más allá de formales profesiones de fe se debe traducir en cuidar celosamente cada uno de sus rincones.
Tal como reza una de las célebres canciones de Silvio Rodríguez, «qué se puede hacer con el amor si es cosa de él», por su intrínseca fuerza, y que en mi propia lectura va más allá de la pareja y adquiere un alcance totalizador. Lo es a la Patria, a esta capital, a los poblados de origen, en manifestación de identidad y pertenencia.
Estos amores se cultivan en el hogar, la escuela y el resto de las instituciones sociales con el aporte de los medios de comunicación, a modo de conjuro en favor de la educación de los sentimientos.
Respecto a los medios en particular siempre nos corresponderá exigirnos continuamente una mayor eficacia en los contenidos que contribuyan a esa causa, articulándolos a la vida real con sus luces y sombras, desde el paradigma encomiable hasta la denuncia enérgica, que por igual tienen valor educativo.
Sin embargo, abrigo dudas de que se pueda dar en el blanco con el alcanzable deseable, a falta de más audiencias receptivas, cuando se viven las tensiones materiales cotidianas, que quiérase o no obran como fuentes de desatención a lo espiritual. Y a ello se suma el embrujo de los artilugios de la era digital, señal de alentador progreso tecnológico, sin duda alguna, pero colateralmente surtidor de distorsiones de lo que acontece y de banalidades.
He aquí uno de los retos contemporáneos del periodismo, que en nuestro caso para enfrentarlo pasa por cumplir con calidad su primera función, que es la de informar a tiempo, veraz e integralmente, en tanto que servidor público, piedra angular en la confianza y la necesidad e interés de lectores y espectadores en acceder a los medios masivos reconocibles.
Ante los desamores ciudadanos, habrá que seguir sembrando amor, removiendo espiritualidades por parte de todos a los que toca; aunque eso sí, armados de la ciencia indagadora para hacerlo mejor, cautivadoramente, y así gestionar los encuentros.