Hay una idea errónea, y tomada bastante a la ligera, que identifica socialismo con miseria, con apagones, frente a altos estándares de vida de algunos países capitalistas. No solo se torna una caricaturesca victoria del «capitalismo» sobre el «socialismo» —entre esquemáticas aproximaciones cotidianas o teóricas a las particularidades de uno y otro—, sino que comporta en el fondo el resultado analítico de un sujeto creado sin capacidad crítica.
Me pregunto qué hay de la miseria galopante en el mundo, de la hambruna, de la alta mortalidad infantil, de la violencia, de las guerras que causan millones de muertes. ¿Son estas desgracias frutos en la mayoría del mundo de «modelos socialistas»? ¿Han sido modelos de este tipo los que han causado grandes desplazamientos migratorios, y ven morir a un niño en las orillas de una playa? En este momento me dirán algunos: «Otra vez con la muela», y yo respondería: «Yo otra vez con los muertos».
Estas reacciones ocurren más de una vez, porque es difícil entender para algunos que la historia de las revoluciones socialistas no se explica sin la conciencia de las consecuencias nefastas de la confrontación permanente con un orden mundial injusto y de las grandes necesidades materiales y espirituales que enfrentan y crean un ambiente muy negativo para sobreponerse a la prevalencia de los instintos.
Los retos de los modelos socialistas han sido enormes. Primero porque han tenido que plantar cara a un orden mundial que los aventaja por siglos. Tiene la necesidad de revolucionarse permanentemente para no caer en «dictaduras de estamentos» o de «estructuras políticas»; tiene la encrucijada de potenciar la democratización de las funciones públicas y de la sociedad ante la condición de «plaza sitiada» a la que ese capitalismo lo acorrala constantemente; de lograr una verdadera inclusión en esa cruenta e incruenta lucha por el poder que define la lucha de clases en los escenarios políticos, ideológicos y económicos de la contemporaneidad; de mantener un sistema inclusivo donde la subordinación de las minorías a las mayorías, que define a la democracia, es en verdad el desafío más grande que encarna en su seno. En este momento casi siempre hay una pregunta con aires triunfalistas: ¿Ante tantas dificultades, y después del fracaso de muchos modelos socialistas, vale la pena, al fin y al cabo, lanzarse a la utopía? La respuesta oscila para los desposeídos —respondo—, entre el David bíblico y el siervo de la gleba. Para los pobres no queda otra alternativa. Su alternativa es lanzarse a crear una alternativa distinta.
Es cierto que algunos países capitalistas «resuelven» la vida de unos pocos, que no «ricos», encuentran en alguna medida un paliativo a las necesidades materiales de vida. Pero, no quieran venderla tan fácil: este es un modelo capitalista de Primer Mundo, con una gran desigualdad en su interior, que se diferencia de modelos capitalistas de Tercer Mundo, donde la desigualdad no tiene límites. En las sociedades donde prima la razón eterna del mercado y el dinero, el individuo es tendente a ser desprovisto de una capacidad crítica, a convertirse en un ser irreflexivo. Es difícil que el hombre que le interesa al capitalismo, en algunos países, se pare frente a esa realidad y comprenda que parte de todo es producto de la esclavitud por la política de rapiña del colonialismo, difícilmente gana en comprensión de que casi todo lo que disfruta es producto de muertes, de saqueos, de ultrajes, de mantener un status quo donde, parafraseando a Eduardo Galiano, algunos ganan y otros pierden. Difícilmente si tiene algo de todo ello, puede ponerse a pensar que su trabajo se ha convertido en una mercancía y que gran parte de su trabajo se lo embolsa el capitalista. El hombre moderno vive una vida de lo inmediato, es una suerte de ser huraño, al que poco le importa lo trascendente, lo que vendrá después, ni analizar lo que vive ni su pasado, ni la suerte del que le rodea. Esta es la premisa que impulsa al inmigrante, al que se le suma otra dificultad más grave e instintiva para su inmediato: la lucha por su supervivencia. Yo vuelvo a preguntar. ¿Será la suerte de todo el mundo que el Tercer Mundo emigre al Primer Mundo? ¿Es sostenible un mundo que funcione de esta forma?
Esta forma de plantear los problemas no cuestiona —por respeto al propio ser humano— al individuo que decide vivir en cualquier parte del mundo, y si funde su destino con la desesperación de que se trata de «una sola vida». Apela solamente a no caer en análisis simplistas y estrechos sobre política, y cuestiona en verdad la realidad espiritual y material que subyace a todos los hombres de este mundo y marca sus comportamientos, y los hace no comprender la complejidad de todo cuanto le rodea.
Ni ideas estrechas en política que dan por sentado la inevitabilidad del «capitalismo», ni aquella que visualiza y apoya un modelo en Cuba que busque la total desregulación de la economía, la acumulación sin límites del capital, la privatización sin medida de todo, pueden pasar sin un tribunal de conciencia y de sus verdaderas posibilidades. Resulta muy cuestionable la idea de que la funcionalidad económica de Cuba y la satisfacción de las necesidades se encuentran en esa vía. Pocos recuerdan, un poco apresurados, que en estos modelos son muchos más los que pierden que los ganadores. Sería muy importante preguntarse hoy, con los escasos recursos con que cuenta Cuba, y una historia difícil en lo económico, las consecuencias de un modelo donde el Estado se redujera hasta lo más mínimo y primara la fractura de la sociedad de modo irrescatable en el «sálvese quien pueda» más atroz.
El presente y futuro de Cuba estará en no renunciar a crear un sujeto crítico. Ni un autómata, ni un individuo que no levanta su mirada más allá de lo inmediato. Que comprenda que no se trata de crear las riquezas con un carácter consumista y enajenador. Y para ello es necesario crearle sentido de vida a la gente, preocuparlos por un futuro, que el proceso encuentre en todo momento los motivos para revolucionarse permanentemente. En las transformaciones socialistas el Estado es importante. Ahora, un tipo de Estado que no centralice excesivamente, que se aleje del burocratismo —donde importa más el trámite que la solución de los problemas—, ni que abandone a su suerte al ciudadano. Y una última preocupación, entre tantas otras. Hay que tener mucho cuidado con los amagos de desarmes políticos. Ni la política exterior norteamericana ha dejado de ser imperialista, ni imperialistas han dejado de ser (...) Yo quiero a Elpidio Valdés y no a Mickey Valdés, y la Tribuna de Malecón no ha dejado ser Antiimperialista.
*Miembro del Consejo Nacional del Movimiento Juvenil Martiano