Bagdad, Samarcanda, Teherán, Damasco son hermosos nombres que cantan al oído de quienes los evocan. Como los Reyes Magos, traen olor a incienso y a mirra. Suscitan el recuerdo de Las mil y una noches y tantos otros apólogos que pasaron a la cultura occidental a través de la secular presencia árabe en España, modelo de tolerancia que aceptaba la convivencia entre musulmanes, judíos y cristianos, que sembró olivares, forjó estupendos aceros, introdujo la noción del cero, e impregnó nuestro léxico de palabras que usamos todos los días. Cuando el imperio otomano se estaba deshaciendo, el romanticismo nos sedujo con la visión exótica de un Oriente sin fronteras y las novelas cursilonas que precedieron a Corín Tellado poblaron sueños femeninos de árabes varoniles y enigmáticos.
Recuerdo el impacto que me estremeció al saber de los saqueos del patrimonio do-cumental de Bagdag. Súbitamente, volvieron a mi memoria los textos de historia antigua aprendidos hace décadas en mi primer año de bachillerato. Los nombres del Tigris y el Éufrates me hicieron comprender que Iraq ocupaba el territorio de Mesopotamia, cuna de nuestra civilización, creadora de la escritura cuneiforme, del código de Hammurabi y de los jardines colgantes de Babilonia.
El hecho no puede ser casual. Por parte de unos y otros, la fiebre destructora no se ha detenido, en contraste patético con los esfuerzos de la Unesco por proteger y rescatar el patrimonio material e inmaterial de la humanidad. Las ciudades y monumentos destruidos durante la Segunda Guerra Mundial hicieron tomar conciencia de la necesidad de salvaguardar la huella de las culturas. Nunca antes se habían emprendido tantas expediciones arqueológicas que revelaron mundos desconocidos. Los avances técnicos permitieron publicar espléndidos libros de arte. André Malraux elaboró su Museo Imaginario, que yuxtaponía imágenes de todas partes y superaba la tradición de una historia eurocéntrica. De las ruinas surgía un universo insólito, homenaje al milenario trabajo de la mano del bípedo creador. La lucha entre la memoria y el olvido se equiparaba a la confrontación entre vencedores y vencidos.
En efecto, las primeras iglesias cristianas se edificaron sobre los templos romanos. En la ciudad de México, el Zócalo se levanta sobre los monumentos de la antigua Teotihuacán. De esa manera, lo real y lo simbólico se unen. Los estrategas militares han sabido siempre que la memoria es una trinchera para la defensa de los pueblos. Los valores patrimoniales no se reducen al testimonio de la obra humana de remota antigüedad. Se van haciendo entre nosotros, pueblos nuevos, en el día a día. Aparecen en las huellas dejadas por los pobladores indígenas, en la herencia edificada en poblados y ciudades a partir de la conquista, tanto en las construcciones monumentales como en la arquitectura vernácula, en las casas de madera del viejo Varadero, en los barrios habaneros que marcaron el carácter de épocas sucesivas, no solo en la ciudad vieja, sino también en el Cerro, en el trazado de las calzadas principales, en el excepcional conjunto urbano que llamamos Vedado, nombre que recuerda su origen, hoy día tan maltratado. El satánico espíritu depredador se manifiesta en el abandono y mutilación de las casas, tanto como en una capa social, el mediopelo con algo de plata, que despliega su ignorancia prepotente destruyendo hermosas columnas con sus capiteles y colocando portadas con tejaditos de tejas, a las cuales se priva de su cálido color original con pintura sobrepuesta.
El legado conservado en museos y bibliotecas adquiere creciente valor añadido con el paso de los años. Es tesoro, nunca mercancía. En un país tropical como el nuestro, padece el calor, la humedad, el moho, las termitas. Su preservación requiere especialistas en distintas disciplinas, biólogos incluidos. Demanda recursos. No genera ganancias. Es una inversión que opera en el dominio del espíritu, en la formación de la conciencia, en el permanente crecimiento de la nación.
La balada del aprendiz de brujo narra la historia de quien aprovecha la ausencia del maestro para evadir la obligación de barrer el taller apelando a la magia. Las escobas se multiplican, actúan con frenesí. El intento por detenerlas desencadena una inundación imparable. Llevada a la escena musical por el compositor francés Paul Dukas, se popularizó universalmente con la producción de Fantasía, filme de Walt Disney. De manera similar, nuestra especie se vale de los prodigiosos inventos técnicos para arrasar con la memoria de los pueblos y fracturar irremisiblemente la identidad colectiva, la conciencia y la dignidad de las personas, devenidas mercancías intercambiables. La cultura, pacientemente construida a través de milenios, es la ecología propia de la especie. Su descripción significa la primera señal de nuestra extinción como bípedos pensantes, remplazados como las escobas del aprendiz. De origen y preparación diversos, las masas desesperadas que atraviesan el Mediterráneo perdieron ya su rostro personal. Son números para las estadísticas necesarias a la hora del reparto entre los países receptores.
Nuestra América aspira a ser territorio de paz. Pueblos nuevos, fruto del mestizaje entre las culturas originarias y los que fueron llegando con el ejercicio de la violencia, de la pobreza, de la persecución racial o política, soñadores en busca de un mundo mejor, en lucha permanente por el hoy y el mañana, contamos con el tesoro de un patrimonio heredado y en continua edificación. En lo que vamos haciendo, crece nuestra dignidad de pueblos y personas, la fortaleza de nuestra columna vertebral, tan repudiable cuando mostramos un falso folklore para turistas. Defender la sustancia de lo que somos es prioridad absoluta en las circunstancias actuales.