El tipo era un sucio —y no me refiero exactamente a su camisa estrujada ni a su meticuloso rigor para desordenar la casa y retocar la cocina con los residuos grasientos del pescado frito. Alardeó siempre de una barba poco arreglada, teñida con algunos buches de whisky y la nicotina de cien mil cajetillas, y de unos hábitos históricamente cuestionados, solo comparables con su pinta de «me da lo mismo, nada me importa» y esa incontrolable adicción a los bares de esquina y a las faldas calientes. Pero no era un sucio por eso.
Charles Bukowski fue uno de los exponentes más importantes del realismo sucio —de ahí la alusión a su higiene, cualquier otro detalle es pura coincidencia—, un hombre que escribió como quiso y vivió como le dio su real gana, una nota obligatoria de la literatura universal, un genio irreverente, a ratos misógino, a ratos misántropo, pero genio al fin.
Yo iba sentado al lado de la ventanilla en una de esas guaguas muelles que no dejan de brincar ni un minuto, paradójicamente por la falta de amortiguadores, cuando me soltó con cara de asco que no lo soportaba. Apenas levanté la mirada y sonreí muy cortésmente —si es que podemos obviar la mueca irónica que hice—, como quien no quiere las cosas, o más bien, como quien quiere otra cosa. Pero ella insistió. «Ese sujeto es un vulgar, un depravado. No sé cómo puedes leer algo con semejante título».
A mí me parecía excelente. A fin de cuentas, La máquina de follar es uno de sus mayores logros. «¿Acaso usted no lo ha hecho?», le pregunté a la señora sin mucho interés mientras se acomodaba a mi lado —difícilmente a las cinco de la tarde hay un asiento vacío en un transporte público habanero pero, ya estaba claro, no era mi día.
—¿Qué cosa?, balbuceó con cara de recién mancillada.
—Leer algunos de sus relatos o novelas.
—No sé ni quién es, pero con solo ver la portada y ese título me basta. ¡Mira esa imagen: un par de senos en la carátula! Deberías emplear tu tiempo en algo más instructivo, en Coelho, Agatha Christie, no en lecturas de sexo y perdición…
Calculé que aún me restaba media hora de viaje y cinco minutos de lectura, si el ómnibus no se rompía por el camino y si la compañera no me desguasaba el libro antes de terminarlo. Procedí, pues, a asegurar la obra —que, por cierto, era prestada— y a prepararme para el combate cuerpo a cuerpo, no sin antes advertir que media guagua me estaba observando, como se le echa el ojo a un «mira hueco». La otra mitad reía. Vamos, que éramos el suceso de la tarde y un poco de buen humor cubano nunca está de más para mitigar el calor y la apretadera.
Traté de hablarle de la tolerancia, de la diversidad de gustos y de intereses, de la aceptación de lo diferente. Entonces, solo entonces, se me ocurrió —todavía maldigo la hora en que me vino eso a la mente— ejemplificar con la sexualidad y el tema gay, explicarle que cada quien es arquitecto de su propia vida —frase cursi que continuamente me dice una amantísima amiga y no sé por qué repetí— y que me gustaba tanto Bukowski como Cortázar, Borges y Nogueras. En otras palabras, que uno hace lo que quiere siempre que no perjudique ni moleste a los demás. «Ah, porque también eres “pajarito”. Ya sabía yo», contestó de sopetón.
Sobra decir que la guagua se vino abajo. Hasta yo casi me orino de la risa. Nada, que hay gente que no entiende de Bukowski, ni de realismo sucio ni limpio. Hay gente que no acepta.
Me bajé haciéndome el indolente, casi estoico —cuando en realidad quería salir volando. Me pegué el libro al pecho como quien muestra las cicatrices de mil batallas, las torturas de mil amores, también dudé por unos segundos. A lo lejos una muchacha besaba a su novio en plena esquina, con una pasión tan descarada como telenovelesca. Un viejo de barba gris hablaba solo, otro tipo raro tomaba «chispa». Yo sigo leyendo lo que quiero.