Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Bendito puñetazo

Autor:

José Aurelio Paz

Cuando le metí el puñetazo, en pleno rostro, el primer sorprendido fui yo. Sin pensarlo, la mano se me había escapado y lo dejé sentado, de nalgas, en el piso. Asustado, quedé de una pieza. ¡Me había atrevido a desafiar al guapo del grupo! Los compañeros de aula rompieron mi pánico y me aplaudieron, por primera vez, como su héroe.

Después, mi contrincante y yo éramos dos orejas prendidas a los dedos de la maestra, arrastradas hasta la dirección, mientras la escuela casi en pleno se asomaba a rendijas y ventanas de aquella oficina para tratar de ver, o escuchar, algo del sumarísimo juicio que nos harían. Con los ojos a la altura del pecho, mi única defensa fue balbucear: «Estoy cansado de que me diga Cabeza de Plancha».

Es verdad que, de las pocas salidas que tenía con mi padre, la peor era al barbero. Sentarme en aquella tabla sobre los brazos del sillón, ponerme el paño al cuello y sentir el odioso ruido de la maquinilla eléctrica en la mano de aquel negro bonachón, que se me pintaba como el mismísimo Satanás, era llevarme al patíbulo. Después, la orden enviada por mi madre no tenía discusión: «Pélalo al rape y déjale la moñita en la frente», repetía mi viejo, mientras la interpretaba yo como: «Mándalo al paredón y dale el tiro de gracia».

Lo cierto es que mi cráneo después era una especie de pista de aterrizaje, con dos orejas custodiándole cual molinos eólicos, motivo que hacía que el chico «estrella», el bonitillo asediado por las chicas, la tuviera cogida conmigo hasta el día en que lo «sembré» y mi mamá, al salir de la escuela, decidiera no pelarme, nunca más, «al cero».

Creo que ese ha sido el único puñetazo que he dado, a conciencia, en toda mi vida. Me considero, desde entonces, un tipo «precavido». No recuerdo, en mi juventud, haberme liado a los puños con alguien, quizá porque siempre he tenido la máxima de que es preferible que digan: «Aquí corrió fulano» al epitafio de «Aquí murió mengano».

Saco este «capítulo secreto» de mis memorias y desmemorias no escritas, para llegar al corazón del asunto. Desde entonces existía lo que hoy, acuñado por un término anglosajón, se conoce como el bullyng en las escuelas; esa violencia infanto-juvenil que considero una suma de machismo a ultranza, revolico de hormonas adolescentes y, también, sobre todo, carencias de valores.

¡Por cuánto en mi época un muchacho se fajaba, y por mucha razón que tuviera, sus padres no lo castigaban, aunque fuera de manera noble, con no dejarlo ver los muñequitos o salir a jugar al barrio! Ahora, en muchos casos, somos los propios adultos quienes aupamos tales actitudes, desde los primeros años de vida, bajo la susodicha frase de que «si te dan, da», o al justificar la violencia argumentando que el macho nació para la calle y no se puede dejar «coger la baja». Maneras que, luego, no recordamos haber inculcado cuando, ante la tragedia, nos hacemos la siempre dolorosa pregunta de «¿Por qué a mí?».

Ya casi nadie se preocupa por la «juntamenta» de los hijos (palabra mágica inventada por los abuelos para definir la calidad de las amistades) y pocos por vigilar qué se lleva en los bolsillos al salir a la calle, en una edad que todos nos hemos querido comer el mundo, mientras un cigarrillo o una cerveza son el símbolo más evidente de una falsa hombría o de una incipiente adultez.

Asusta. De verdad que asustan algunos tintes con que el comportamiento agresivo juvenil se pinta por estos tiempos. Y no creo que sea un fenómeno solamente de Cuba, sino hijo bastardo de esa terrible modernidad que, en lugar de ennoblecer los sentimientos humanos a partir del desarrollo de la inteligencia, los encartona con el mal uso de las llamadas nuevas tecnologías y la ausencia de una tutela familiar efectiva, si la vida de hoy no da tiempo (o es la justificación para no querer darle tiempo) al cultivo de una invisible planta, imprescindible en cada hogar, clasificada por los biólogos del espíritu como la de los afectos duraderos.

Razón suficiente para llamar a una purificación familiar, en sus esencias, del buen discernimiento, desde esa pócima salvadora del cariño que no riña con la rectitud y el decoro. Mientras, la escuela tiene que volver a ser el candelero donde no se enfríen esas primeras lumbres y el entorno social el elemento regulador, debidamente ajustado que, con justicia y tino, establezca una imprescindible disciplina.

Digo que soy un tipo tan pacífico rayano en la cobardía, según los estereotipos sociales. Por eso me pregunto si será preferible el bendito puñetazo, pues convivir con alguna violencia, cuando de canalizar la impotencia o la injusticia se trata, podrá antojarse como una salida pertinente, más siempre nos pondrá de espaldas a la condición humana. También resultará imperdonable  el acto de blandir esa filosa hoja que nos descuartiza, sobre todo, el sentido civilizado que debiera sustentarnos y del cual todos llevamos un pedazo dentro.

A decir verdad, existe un arma mucho más efectiva. Prefiero llamarla herramienta por lo que de restauradora tiene. Esa que debiera ser la única mediadora en el desacuerdo de los amigos, la pareja, la familia o el barrio, del juego de béisbol o los conflictos entre naciones: la palabra, un árbitro lleno de misterio que suena su silbato según la justeza con que soples, breve átomo del alma humana capaz de encender las más grandes olimpiadas de la fraternidad, donde todos, de alguna manera, resultaríamos medallistas si la usáramos, más a menudo, para saldar nuestras diferencias.

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