Aunque parezca raro, los cubanos tenemos mucho de su impronta. Quizá porque amó y vivió a Cuba, o simplemente porque esa loca y cierta teoría —tan loca y cierta como el escopetazo que le quitó la vida— del iceberg literario, ese armatoste de hielo flotante con palabras simples y mensajes submarinos, nos define con el mismo lujo con que definió a su desgarbado Santiago y a su queridísimo mar. Eso de sugerir, mostrar solo un pedazo, pues toda buena obra cumple mejor su cometido si está sustentada debajo del agua por siete octavos de su volumen, siempre se me antojó más apegado a la realidad que a la ficción.
O tal vez nos pegue más su afecto a la buena bebida, o su buen gusto si de mujeres versaba el asunto, o ese desquiciante furor por la caza, una caza que en este archipiélago cobra matices diferentes, tragicómicos.
Recuerdo cuando lo conocí. Yo era apenas un vejigo, demasiado imberbe para andar deshuesando a Dostoievski y Chejov, Carpentier y Faulkner… Mucho menos a Joyce o a Lezama. A esos me los devoré después, aunque a estas alturas no termine de digerirlos. Mis maestros de entonces eran Twain, London, Salgari, Verne, ¿qué más pedir a los diez años?, aunque tengo un amigo que asegura, cosa que no dudo, haber leído Paradiso en plena secundaria, al tiempo que le «agitaban» la merienda y le halaban los pelos —afortunadamente hoy es calvo— por excéntrico y sabelotodo.
Fue en un cine. Pasaban Vampiros en La Habana y de repente un barbudo con espejuelos, daiquirí en mano y pinta hawaiana suelta el pez enorme sobre la barra: «El Papa Hemingway», masculla un pintoresco negrón, y yo medio perdido pregunto: «¿el papá de quién?».
Solo una década de vida, estaba justificado. Al menos eso me dije un par de otoños después cuando casi pido asilo en la biblioteca del barrio con el afán de mirarle a los ojos, sentir su andar sobre Las verdes colinas de África, conocer Por quién doblan las campanas y estrecharle la mano a su viejo preferido. Traía esa novelística barba de siempre —nunca entendí por qué ningún fotógrafo lo afeitó— y hoy no logro recordarlo sin ella, ¿acaso alguien puede? Solo Clive Owen me complació en 2012 con su interpretación del joven corresponsal de guerra en el filme Hemingway y Gellhorn, mas solo era Clive afeitado, no el verdadero Hem.
Luego me llegaron Los asesinos, Diez indios y Hoy es viernes. Me cayó todo de sopetón, con el mismo sentimiento de «esto es demasiado para tan poco corazón» que provocaban los trompones de Stevenson y la mirada de Tolstoi.
Prefiero sus cuentos a sus novelas. A sus novelas, como a las del Gabo, parecen sobrarles un millón de piezas, piezas que encajan a la perfección, pero que solo él podía engranar, mejor si llevaba tres copas. Uno podría desmembrar cada página suya, desmenuzarla para entenderla y luego quedarse manco de la impotencia, morderse hasta los codos por no poder rehacer el rompecabezas.
Sin embargo, lo mejor que tienen sus relatos cortos son esa sensación de falta que dejan en el ambiente, como si poco, y a la vez mucho, estuviese en silencio. De ahí proviene precisamente todo el misterio y belleza de cada letra suya.
Lo amé no solo por sus libros, sino por su desconcertante comprensión de la escritura y sus ciencias sabidas y hasta ocultas, una manera que se dibujaba tan sencilla que cualquiera pensaría poder calcar —como si el Pulitzer llegara en una cigüeña—, sin saber que, según dijo, una de las dificultades mayores es la de organizar bien las palabras, que se puede escribir en cualquier sitio siempre que no haya visitas ni teléfono, y que no es cierto que el periodismo acabe con el escritor, como tanto se ha dicho, sino todo lo contrario, a condición de que se abandone a tiempo. «Una vez que escribir se ha convertido en el vicio principal y el mayor placer —sentenció—, solo la muerte puede ponerle fin».
Y solo así detuvieron su marcha el escritor y el cazador. Solo así cesó de trotar el aventurero, el más brillante artista del diálogo en la historia de las letras, el hombre que encontró la belleza en la sencillez misma, el de las palabras más simples y los mensajes profundos, el de los zapatos inmensos y el cuerpo de mastodonte sobre rayos de bicicleta, el fulminante Casanova amante de los bares, el periodista eterno, mi ídolo.