Caracas, Venezuela.— Llegó con la voz bronca, afónica, como siempre. Dijo algo muy breve y se lanzó a cantar ante un público que empezó a mirarlo con extrañeza —acaso por el timbre ronco— sin dejar de mover los pies.
La música, intensa en sus ritmos, revolvía a su antojo los órganos internos de los bailadores liderada por las manos prodigiosas de Pupo, quien casi hacía hablar al piano, y las de Vicente, "el Zurdo", con su tres cubanísimo.
El cantante, descontento con su garganta o con algún sonido que le entorpecía la inspiración, hacía muecas disimuladas en medio de los estribillos hasta que consiguió terminar el primer número. Pero muy pocos le notaron la contrariedad.
Seguidamente hizo una seña al del teclado y este a su vez al resto de la orquesta; una orquesta que no conocía porque aunque sonaba cercana a lo cubano era, con excepción del tresista y del pianista, de Venezuela. Y él llegaba desde Manzanillo o desde San Luis, por primera ocasión, a un bulevar en el corazón de Caracas.
Cómo narrar lo que se desató después. Su voz dejó de quebrarse aunque mantuvo la ronquera, la música trepó el columpio del contagio, el público —mezcla homogénea de venezolanos y colaboradores cubanos— se convirtió en masa danzante, en coreografía viva.
Luego él lo diría sin penas: «Yo me voy calentando y a la hora y media es que estoy nuevo». Entonces recordé sus «amaneceres» en las plazas de Cuba, donde actúa con tal cuerda que parece no cansarse hasta la aparición del Sol; y al rato se va a un partido de pelota sin importarle esa «trasnoche».
Después hizo otra confesión: «Esta orquesta es muy caliente y mi voz no está hecha para ella. A mí me falta voz pero me sobra mente». Una mente que empezó a soltar, en metralleta, rimas soneras. Y los bailadores, admirados por la improvisación, le pusieron oído a la maravilla que salía de su boca, sin dejar de mover los pies, como al principio.
Ya habían pasado por allí el Indio con sus flechas musicales, Valoy con su historia en el Buena Vista Social Club y los venezolanos Mayora y Watussi, célebres en el mundo de la llamada salsa brava. Pero aquellos versos con ritmo, desatados al vuelo, fueron la apoteosis, la cumbre.
¿Cómo es posible que ese hombre haga correr en su cerebro la palabra con la misma intensidad con que los velocistas hacen volar sus piernas en las batallas de cien metros? ¿Y cómo es posible que, habiendo desandado tantas pistas verbales, pueda probar también que es en la improvisación un corredor de fondo?, me preguntaba mientras veía a los cubanos galopando con sus pasillos de casino y con los brazos en alto «de aquí pa’ llá, de allá pa´cá»… hasta que se acabó la fiesta.
La respuesta resultaba muy simple: es que ese hombre de 55 septiembres, que ha compuesto más de 2 000 temas musicales; que —muy al contrario de lo que piensan algunos— no se caldea la garganta con un solo trago ni en el escenario ni en la vida diaria; que siempre se presenta como «el hijo de Sixta», se llama Cándido Fabré.
Y Fabré lleva las palmas, los sombreros de yarey y los ríos bien adentro, los potreros y las esquinas de las ciudades en el centro de su garganta, la rima y el son en la sangre misma. Y con la fuerza de su mente cantora puede hacerte creer, aunque te encuentres en Venezuela o en el cosmos, que estás en Cuba.