Nunca nos hemos visto. No sé cómo serán su rostro, sus manos, su modo de gesticular. De ella solo tengo el color de su voz. Y eso es también lo único que ella podría describir de mí.
Porque Isora entró un día a mi hogar a través de una llamada telefónica, tiempo después de haber estado escuchando mi voz nacida de un programa radial.
Lo maravilloso de esta amistad es que ambas debemos imaginarnos casi todo. Yo, por ejemplo, me figuro su hogar de Gibara como un lugar de silencios, sobre lo sepia, lamido por el aire marino. Y ella hace todo tipo de preguntas, a ver si ve con la imaginación todo aquello que sus ojos no alcanzan.
Me cuenta de su madre anciana, a la cual me figuro sentada en un sillón mientras busca, callada, las palpitaciones recónditas del mar. Y me hace preguntas sobre mi estado de ánimo, sobre mi salud física o mis hijas. Intenta desmenuzar mi mundo, dimensión que ella siempre toca con delicadeza y sabiduría.
Lo más bello que me ha entregado Isora es una lealtad que ella ha plantado como bandera invencible en el lomo del tiempo. Llama a menudo para hablar de las pequeñas grandes cosas de la vida; de su estancia en África como combatiente internacionalista; de sus seres entrañables, y de su Gibara, allí donde no he estado pero iré —me dice— cuando ella haya podido acomodar un poco su casa.
Hace no mucho llegó a mi puerta una cajita herméticamente cerrada, con visibles huellas de haber viajado una distancia larga. La había enviado Isora. Adentro había unos frijoles exquisitamente limpios, unas piezas finamente tejidas y otros detalles artesanales, como evidencias de que la amiga «lejana» me había dedicado lo más importante que un ser humano puede obsequiar: su tiempo.
He reafirmado con Isora, y con otros seres queridos, que lo más importante de nuestra existencia, lo más valioso de cuanto hacemos en este mundo, suele habitar en los asuntos cotidianos que nos sustentan casi siempre de un modo humilde, silencioso: un diálogo sobre condimentos para cocinar; una historia que se cuenta sobre la travesía del día; anhelos que posiblemente no trasciendan las batallas domésticas. Es como si en ese universo que puede parecer pedestre a quienes añoren momentos cumbres, perfectos, iluminados, habitara la mejor poesía, el amor más firme, la urdimbre que nos hace tangibles y verdaderos.
El poeta cubano Eliseo Diego, en palabras para mí inolvidables, ha dicho que «la vida misma» es la manifestación suprema de la realidad en que respiramos y nos desvelamos por saber. Este gran creador que luchó a brazo partido contra el tiempo, queriendo arrancarle a él a través de la palabra cosas de la realidad para que estas brillasen en su pureza, confesó:
«Yo no soporto la falsa piedad. Al hombre me gusta verlo tal cual es: de pies a cabeza, con todas sus flaquezas y virtudes. Un hombre no es una abstracción. Está vivo, tan vivo que si se le pega un grito, se asusta. Por desdicha, casi siempre perdemos la infancia, y con ella, el sentido transparente, puro, de las cosas: es el arcaico mito del Paraíso Perdido (…). Para mí las cosas más sencillas del mundo son un espectáculo hermoso y grande. Una madre cuando se pone a coser la ropa, a remendar los huecos, va creando la trama familiar de los hijos, es decir, de la vida misma: ya para mí esa mujer es una diosa».
Así es: en Isora, a quien nunca he visto, en ella que me ha dedicado su tiempo y palabra, hay una dimensión poética que me reconcilia con lo más sustancioso y profundo de ese milagro que es vivir. Y con eso me basta para estarle agradecida de por siempre.