Cada vez que un funcionario asciende o es removido —no siempre se sabe por qué—, resuenan las hondas reflexiones que en aquel artículo: El cuadro, columna vertebral de la Revolución (1962), esbozara el adelantado Che Guevara, el inconforme visionario que no concebía hacer la Revolución para adormecerse, sin pensarla y enjuiciarla cada día.
Che dejó, en pensamiento y en consecuente obra como líder-ministro-guerrillero, el abc del jefe: ejemplo personal, humanismo, y el no ser «un simple transmisor hacia arriba o hacia abajo de lemas y demandas, sino un creador», entre otras virtudes. Y en cuanto a la claridad política, se alejaba precozmente de mimetismos y automatismos cuando dijo que «no consiste en el apoyo incondicional a los postulados de la Revolución, sino en un apoyo razonado, en una gran capacidad de sacrificio y en una capacidad dialéctica de análisis que permita hacer continuos aportes, a todos los niveles, a la rica teoría y práctica de la Revolución».
A estas alturas, cuando han pasado por cargos tantos jefes: excelentes, buenos, regulares, mediocres y hasta corruptos y oportunistas, uno concluye que no siempre nuestra sociedad, en su diseño tan vertical y centralizado, ha fomentado la iniciativa creadora y el pensamiento en sus cuadros. Ni siempre a la hora de promover, buscando la «confiabilidad política», ha medido con raseros profundos la integralidad, la honestidad, el talento y el espíritu inconforme y justiciero del revolucionario. Allí donde un oportunista ascencional levita entre despacho y despacho, se extraviaron las técnicas de dirección y la política de cuadros. Y se disloca la democracia socialista.
El asunto no es condenar a los malos jefes, sino analizar de raíz, para no repetirlas en tiempos de cambio para nuestro socialismo, las coordenadas económico-sociales y políticas que los mantuvieron en el cargo: falta de integralidad y control en la política de cuadros, voluntarismos, márgenes amplios de centralización y muy exiguos de autonomía, esquinamiento del debate y la discrepancia bajo una pretendida obediencia, y otros males que se incubaron durante muchos años y ahora pretendemos sacudírnoslos de un tirón.
Este redactor —que ni siquiera ha sido un cabo de escuadra en la vida— respeta a muchos buenos cubanos que nunca se mancharon en la ambición y el exceso, y no dudaron en asumir cargos a distintos niveles, y en circunstancias no siempre favorecedoras. Muchos de ellos renunciaron a sus respectivas profesiones, aplazaron realizaciones, y con salarios más bajos de los que creemos, hicieron todo lo que pudieron por dirigir bien. Unas veces los catapultaron demasiado rápido. O con una excelente ejecutoria en un lugar y en cierta actividad, los injertaron forzosamente en escenarios que los desbordaban. Muchas veces eran la política estatal, el diseño estructural y funcional de la economía y la sociedad, los que frenaban el resultado, estuviese quien estuviese al frente del ministerio, la empresa, el taller o hasta el chinchalito.
Conozco a muchos decentes egresados de esa problemática universidad del mando que es ser jefe en Cuba: ministros, viceministros, empresarios, jefes locales de Gobierno que, aun en medio de diversas contrariedades, nunca desviaron sus principios.
Y temo que, en materia de cuadros, nos suceda aquello que acuñara el bravío Máximo Gómez sobre los cubanos: nos quedamos cortos o nos pasamos. Durante muchos años se promovió de hecho el cargo como una «carrera» vitalicia, y flotaban y resurgían «caciques» de aquí para allá, no importaba en qué. Se podía pasar de la Agricultura a dirigir Cultura, bastante «agri», en un territorio. Y ahora, con buen tino, se están limitando los períodos de dirección, hasta las más altas responsabilidades del país. Mas, temo que, por ese impulso del bandazo, directivos con resultados relevantes puedan ser sustituidos y sacrificados en su plenitud por la tónica del presente.
También he conocido de funcionarios que lo han dado todo durante años, y cuando se jubilan o los sustituyen por imperativos del tiempo y de la necesaria dialéctica, cuando comienzan a recorrer los senderos del hombre anónimo y común, nadie los llama por teléfono, ni se preocupa por saber cómo está su salud, qué será de él. Un olvido pernicioso para quien sirvió, olvido digno de burócratas y tecnócratas utilitarios. Como si los hombres fueran servilletas que se usan y se lanzan al cesto.
Nunca como hoy se necesita, a todos los niveles, un cuadro no cuadrado, que piense con cabeza propia y no solo transmita con orejeras y puñetazos en el podio; gente honesta y con pensamiento que, a su vez, pueda aplicar sus ideas con los cambios descentralizadores y flexibilizadores que se vayan generando. Nunca como hoy hay que cuidar, estimular y controlar al funcionario que aspira a servir y no servirse, para que no se nos extravíe por turbios pasadizos.
Si Che Guevara lo calificó como «la columna vertebral de la Revolución», hay que evitar a toda costa las fracturas que puedan invalidarnos en materia de dirección, en el complejo tránsito hacia un socialismo más pleno, participativo y democrático.