No he podido sacar una patente. El oficio que quiero no aparece en las leyes oficiales que permiten el trabajo por cuenta propia. Mas, a pesar de todo, insisto en abrir un taller para la reparación de los abrazos, y cierro los ojos y me imagino cómo sería si pudiera colocarlo en la calle principal de mi pueblo.
Lo pintaría de todos los colores para que nadie se sintiera discriminado. Quizá, a tono con los pregones callejeros, le pondría un rótulo: «¡Vaya, coge tu abracito aquí!». Tendría que ser un local amplio y muy limpio, quizá un viejo almacén para que cupieran todos los cubanos y las cubanas, aunque tal vez montara, también, una especie de cabinas telefónicas para abrazos íntimos y privados, ¡pero de cristal transparente para que no ocurrieran otras cosas a las que conlleva, a veces, abismarse en otro pecho!
La idea no es mía, lo confieso. Ya en el mundo mucha gente ha provocado la experiencia, solo que no como un negocio ni con documentos oficiales. En Singapur, por ejemplo, colocaron una máquina de refrescos en una universidad para una campaña, promovida por una empresa publicitaria, con el sugestivo nombre de «Destapar la felicidad». Cuando alguien se abrazaba al aparato le salía, gratuitamente, una Coca-Cola. Y aunque los estudiantes se quedaban admirados por el ingenio de la iniciativa, la rechazaron porque, con toda razón, comenzaron a preguntarse si algo tan sagrado como un abrazo valía solo una gaseosa.
También, en Sydney, Australia, un hombre que se hizo llamar Juan Mann era una suma de calamidades. Se sentía muy solo. Sus mejores amigos estaban lejos y sus padres se habían divorciado; había terminado con su novia y su abuela estaba muy enferma. La idea se la dio una desconocida que, en una fiesta cualquiera, le había dado un abrazo. Sintió que su vida cambió en ese instante y decidió irse a las calles a repartir igual gesto gratuitamente. Lo creyeron loco. La gente no sabía cómo reaccionar. Incluso asustadas, las personas lo rechazaban. Hasta que el primero lo consiguió de una anciana pobre. Un día hizo lo mismo sin saber que se trataba del afamado guitarrista Shimon Moore. Este creyó que lo había recibido dada su enorme popularidad y le preguntó al otro porqué lo había hecho. «Nada, porque me gusta dejar sonriendo a la gente cuando se separa de mí», dijo Juan y el artista vio aquella idea tan loca, y a la vez tan cuerda, que decidió perpetuarla en un documental.
La popularidad fue tal que las autoridades de Sydney tomaron la desatinada medida de prohibir la campaña, a menos que se suscribiera un seguro de responsabilidad civil por 25 millones de dólares, cifra que el pobre hombre no podría pagar por sus abrazos. Pero, sin darse por vencido, lo que hizo fue recoger diez mil firmas y el Gobierno tuvo que revocar la prohibición.
Cuento estas cosas no para que me crean un genio. Soy solo un ciudadano de este país el cual piensa que, en estos tiempos de cambios y de cifras económicas que afectan desde el estrecho bolsillo personal hasta las grandes empresas, estamos, más que nunca, urgidos de afecto.
Primero he pensado en su utilidad que en el precio, algo casi imposible por estos días. Aunque, a decir verdad, me daría por bien pagado si la gente escribiera en las paredes lo que ha sentido después de experimentar ese gesto que, magistralmente, Galeano calificara de Pequeña muerte, si «rompiéndonos nos junta y perdiéndonos nos encuentra y acabándonos nos empieza (…) si matándonos nos nace».
Pienso que en la lista de servicios pudieran aparecer los tipos de abrazos: impetuosos, calmados, contenidos, cálidos, escandalosos… Y su intensidad en el amperaje de emociones sería según el tipo de reparación media o general del espíritu, o el mantenimiento que llevan las personas después del kilometraje transitado por las avenidas del desamparo, el desamor, la desidia o las incomprensiones.
Sé que habría gente que llegaría con sus abrazos sin estrenar, como los de los cascarrabias, a proponérmelos; otros a pintar los descoloridos por el tiempo sin uso, los empolvados y mohosos por olvidados en el rincón más inapropiado del alma, y hasta algún que otro colectivo de empresa pudiera aportar una lista, cual si se tratara de un registro de piezas ociosas entre funcionarios y subordinados, o esos inventarios de lento movimiento que necesitan de nuevas estrategias de mercado.
Algunos vendrían, como quien acude al consolidado de enseres menores, con aquellos abrazos escachados por cierto desamor o un amor no correspondido; el que el padre le negó a un hijo; el que sufrió un cortocircuito y quemó su maquinaria al interponerse el interés material, y hasta el que queriéndose dar se hace añicos, y acude con la esperanza de poder recuperarlo, cuando el ser que más amamos se nos escapa de la vida sin tiempo para regalárselo.
Doy fe de que en mi taller no habría ausencias de piezas de repuesto por demoras de tardanza en la transportación hasta el puerto del cariño, ni se pagaría por sobrestadías o lentitud en la descarga. Tendría los abrazos allí de todos tamaños y colores, con brillos y lentejuelas para los más caribeños y otros sobrios, de ocasión, deportivos o de salir, ligeros para las noches de verano y más gruesos para los días invernales, cuando las nostalgias los ponchan sin solución alguna. Y algo muy importante: al marcharse el cliente le entregaría un cheque al portador donde rezara: ¡Gracias por venir! ¡Recomiéndenos a algún amigo o amiga! ¡Vuelva pronto! Recuerde esa frase que dice «Todos somos ángeles con una sola ala y debemos abrazarnos si queremos volar».
Digo que el país cambia y nosotros debemos cambiar… para bien. No solo físicamente, sino también como Nación que es algo más profundo, por raigal, que la geografía de cualquier territorio.
Puede que la burocracia, cuando se entere de mi idea sin patente, intente imponerme una multa y, en el peor de los casos, hasta me quiera llevar preso por ilegal y por tratar de subvertir las leyes. Mas no importa. Juro que este año que comienza lo voy a intentar. ¿Te arriesgas a abrir este «negocio» conmigo?