Cuando el Himno, hoy, se nos suba al pecho como tantas mañanas, que sus notas sean fósforos que nos quemen el alma, con aquel mismo ímpetu con que Bayamo fue incendiado un día, para redimirnos del pecado de lo impropio.
Que ese fuego destruya todo lo que nos deshereda de ser nosotros siempre, en el afán promiscuo de una modernidad insana en que, a veces, nos perdemos sin saber que el camino a casa ha de ser aquel que es este, bajo los viejos árboles, aunque las piedras sean distintas.
Que cada piedra que somos sume edificio y no muro o pedrada, que el desamor se fugue en la noche oscura de las iniquidades, para que el cariño mutuo sea la argamasa con que nos juntamos, los unos con los otros, y los afectos fluyan, cual savia subterránea y nutriente, permisiva del milagro de la luz, en esa fotosíntesis de la memoria que tanta falta hace.
Que los retoños que vienen brotando, con propio arrebato, no pierdan esa relación en la raíz y la altura, para que crezcan rectos, bajo este Sol y no otro (apetecible de lo falso), en la búsqueda de la nube escurridiza que nos sueña.
¡Volved, cubanos y cubanas, a entonar las sagradas notas, con una sola voz, aunque diversa, a fin de levantar el Bayamo que nos reta.
¡Volved palmas a cobijarnos, machetes a ser empuñados, tórtolas al monte, aguas a los ríos, miel a los panales de nuestras manos! Que el remanso de una nueva Era nos conmueva y nos convoque a cantar con más fuerza para que cada hilillo de música sea una orquesta toda, afinada, con un solo director que nos lleve hasta la sinfonía, cuando este país comienza ya a sonar de otra manera; sin olvidar aquella partitura de Perucho, la que puso lumbre en el camino, la que obliga a no descender de la montura, la que ajusta el caballete de esta magna casa, cuando el pentagrama es un antojo de cariños convergente, un nuevo cántico de concordia, de vigía y de mar, de caracolas trayéndonos al oído lo que la Patria pide, ahora, para contemplarnos orgullosa.