Como el morbo es el morbo y el dolor, también, es dolor, quisiéramos saber porqué ha aterrizado en un hospital de Montevideo, por estos días, nuestro Eduardo Galeano. Y digo «nuestro», no porque sea un producto más de esos que vende la gran, y muchas veces engañosa, vitrina de la literatura contemporánea, sino porque es ese Principito abandonado a su suerte en el desierto de los abandonos comunes.
Nadie ha dicho qué le pasa. No sabemos si es un problema en sangre. De manera que ofrezcámosle esas propias venas abiertas de América Latina, que él nos enseñó a navegar, cierta vez, a través de una radiografía emocional y espiritual que ningún servicio médico, por muy especializado que sea, ofrece.
Quizá sea asunto de que su corazón se congela por el enfriamiento global; entonces, «como ese mar de fueguitos que somos» a causa de él, calentémosle con los Abrazos que nos regalara un día, cuando Galeano necesita que le susurremos, como hiciera un hombre de las viñas, en agonía, al oído de Marcela, eso de que «Si la uva está hecha de vino, quizá nosotros somos las palabras que cuentan lo que somos».
Y es que los escritores raigales, cuando a la pluma suman el vuelo de la ética, incluso más allá de la política, son como polvo cósmico que no nace ni muere, sino está ahí, ante nuestros ojos, transformándose de manera constante para llevarnos al desconocido, por falta de coordenadas tangibles, lugar de «la gloria».
Sobre su último libro Los hijos de los días, presentado el pasado abril luego de 11 revisiones como buen Virgo que es y agotado, de inmediato, en su primera edición, según Cubadebate, Galeano ha dicho que se inspiró en una versión del Génesis, escuchada mucho tiempo atrás en una comunidad maya de Guatemala cuando, según él, cada día contiene una historia que ofrecer «porque nosotros, sus hijos, los humanitos, estamos hechos de átomos, pero también estamos hechos de historias, y el placer del escritor está, entonces, en descubrir lo que no ha sido contado o ha sido mentido por las voces del poder: esas contravoces que el poder oculta porque no le conviene que se sepan».
En forma de calendario, el nuevo texto, según su autor, le costó mucho más trabajo que los anteriores, a partir de contar con «menos libertad para articular las historias en función de su ritmo narrativo: el almanaque mandaba, y yo no tenía más remedio que obedecer, pero me las arreglaba para que, por debajo de las palabras, los ríos subterráneos condujeran los ritmos».
Ahora, también, ese desprendimiento fatuo de un día sobre otro manda. No tendrá más remedio que someterse a sus médicos, quienes hurgarán hasta el cansancio, entre las tantas hojas de 71 calendarios, para encontrar la posible plaga que aqueja al árbol, guardián fiel de mil historias, ese bajo el cual más de una vez hemos derribado Caras y máscaras, para echar un partido de Fútbol a sol y sombra.
Quiera que hasta él lleguen nuestros ríos subterráneos, los que brotan del buen deseo solidario conduciendo los ritmos de lo eterno, cuando con esa Canción de nosotros queremos avivar su inextinguible Memoria del fuego, la que nos enseñó, hace años, a calentarnos con nuestras ramas, a caminar nuestra propia senda desde una aguda e ingeniosa palabra acompañada de la decencia, de la honestidad, de la misma magia con que El Principito se sintió domesticado por la zorra.