Otra vez la muerte nos sorprende con su inesperado y no tan breve paso. ¿Debía sorprendernos, si hasta la filosofía popular reconoce que para morir solo se ha de estar vivo? Ah, pero eso es lo que uno quisiera para sí, y sobre todo para las personas que ama: vivir. Siempre vivir. Y sin embargo acaba de morir, así, sin que nadie pudiera sospecharlo, un periodista entrañado en el corazón de miles de colegas.
Ha muerto Julio García Luis, y como lo hubiera hecho él, periodista de ética sin precio, de cultura transformada en sabiduría, me corresponde llenar de pronto el vacío de su adiós. Porque permanecerá abierto el cordial y fraterno vacío de los amigos zaheridos, de los profesionales de la prensa que lamentan la partida, todavía a destiempo, en madurez discreta y sabia, de uno de nuestros paradigmas.
Hace apenas un año que Julito recibió el Premio Nacional José Martí por la obra de la vida, que otorga la Unión de Periodistas de Cuba. Nacido en 1942, pulsábamos en él a un periodista de múltiples capacidades. Durante muchos años fue el editorialista de Granma, cuando los editoriales, textos orientadores, explicativos, que fijaban la posición del Gobierno o del Partido, eran muy frecuentes. Julio García habitualmente se encargaba de escribirlos, con su estilo claro, conciso y sobre todo formal y conceptualmente trabajado, de modo que poco o nada había que suprimirles o corregirles. Julito sabía que las ideas no solo convencen por su verdad, sino por la forma en que se expresan.
Sus crónicas nos trajeron por muchos años las informaciones de los viajes de Fidel al extranjero. Los lectores hallábamos un dúctil y riguroso sentido humano en sus despachos. Junto a lo que pasaba, veíamos también la descripción de las circunstancias espaciales y paisajísticas de los recorridos del líder de la Revolución.
En el futuro, los estudiantes de Periodismo presentarán sus tesis de grado con la obra multilateral de Julio García Luis, además de citarlo cada vez que quieran avalar una opinión profesional. Porque el «Dequi» —así le llamaban los alumnos en la Facultad de Periodismo de la capital, cuando era el decano antes de su reciente jubilación— también teorizó con certeza sobre los problemas de la técnica y las estructuras del periodismo. En su manual sobre el ejercicio de la opinión, páginas comedidas, equilibradas, aprendí a opinar, y no sentí vergüenza por contar casi su misma edad. Y sobre todo aprendí de su estímulo, cuando con la suavidad, la nobleza de su voz, se me acercó, siendo él presidente de la UPEC, y me dijo: Nunca dejes de opinar; tenemos que defender ese derecho revolucionario.
Hoy quedaré corto en mi evocación. Muchos me reprocharán no profundizar en su biografía y que no recuerde al niño campesino villareño, que se formó como maestro. ¡Maestro!, ese es el mejor apelativo de Julito. Porque tenía el rostro, los modales, la paciencia de quien se entrega y halla en el servicio solidario el sentido y la justificación del vivir. Fui su amigo. Y aprendí a quererlo y respetarlo en su parquedad de palabras, en su vigilante dignidad personal, en su equilibrio político, mientras, juntos, hacíamos el programa Hablando claro de Radio Rebelde, o él me dirigía como profesor en la Facultad. En noviembre pasado Santiago Cardosa y yo compartimos con Julito la habitación durante el Encuentro nacional de cronistas, en Cienfuegos. En ese evento sobresalía entre todos nosotros. Era Doctor en Ciencias de la Comunicación. Pero quién podía llamarlo por título tan solemne. Su simpatía, su decoro, su sinceridad exigían aquel Julito lleno de fervor.
En la Universidad, si en la nómina y el rango académico era el Decano de Comunicación Social, para los estudiantes era el «Dequi»; el «Dequi» de la puerta constantemente abierta; el «Dequi» incapaz de una acción rastrera, de un silencio cómplice. Era —ah, qué dura palabra—, era el decano de la bondad y la pulcritud.
Se ha ido uno de los buenos. Bajemos la cabeza.