Obedezco, pero no cumplo. Así de sencilla, aunque contundente, resultaba la fórmula sacramental de las oligarquías coloniales en las Américas ante la Metrópoli. «Yo obedezco, pero al final no puedo cumplir su cometido, Majestad», parecían decir con una cándida tozudez los viejos colonos, quienes se mostraban como los seguidores más celosos de la Corona.
Las comparaciones pueden resultar engañosas, pero apelé a la situación arriba mencionada cuando caí en la cuenta de que ciertos burócratas modernos se comportan cual si fueran aquellos colonos y permiten que sus existencias discurran por las aguas del más callado acomodamiento. En Cuba es interesante apreciar cómo otra suerte de fórmula sacramental se repite, ahora, en ciertos individuos vinculados a los ciclos productivos y la gestión empresarial —tengan ellos o no poder de decisión—, quienes al final procuran el acomodamiento material o el sobrealimento de la vanidad, a costa de no involucrarse verdaderamente en los problemas y aparentar que todo avanza.
Recientemente, desde las páginas de otro diario un lector meditaba acerca de cómo se constatan en el entorno de la empresa doméstica situaciones que retardan, impiden o simplemente soslayan las exhortaciones a actuar hechas por la máxima dirección del país.
La anterior es una de las expresiones de la erosión que ha sufrido nuestra institucionalidad. «Sí, sí, todo está correcto», parecen decir esos trabajadores, para al final no hacer nada, muy poco e incluso olvidar lo que se encuentra legislado o desvincularse del sentir de quienes los rodean en el ámbito laboral. Las responsabilidades ante la producción y los servicios pueden diferir, pero el daño no repara en detalles y siempre termina haciendo de las suyas.
Esa especie de «beatitud», ese paso de asentir y luego dejar las cosas como están mientras se aparenta mucho para solucionarlas, tiene su concreción en una suerte de nuevo concepto a la hora de actuar, no importa si orientando o cumpliendo indicaciones. A partir de esa premisa, la persona de éxito no es aquel que busca el problema, lo enfrenta y trata —si no de solucionarlo— al menos de mantenerlo arrinconado (difícilmente reconocerán en público que se enfrascan a medias…).
En la nueva y deleznable concepción, el trabajador de éxito es aquel que se quita los problemas de encima, incluso los que le pertenecen. Y así se origina un círculo vicioso que, sobre todo, halla respaldo en aquellos lugares donde hay aquiescencia entre los trabajadores y no se participa —o de un modo muy poco significativo— en la toma de decisiones, incluso criticando debidamente y sin temer malas decisiones de los superiores.
Esa posición es una de las fuentes que alimenta lo que en la gestión empresarial se nombra proyección reactiva. Ella consiste en actuar cuando el problema se desata y no antes, al contar con una actitud pasiva ante la realidad. De más está decir la cantidad de males que enrarecen la cotidianidad por andar a la zaga y no delante de las dificultades.
En ese conflicto se sintetizan dos desafíos que ha de continuar encarando el país. Por un lado, la deficiente gestión en la economía producto de esa inercia, sin olvidar otras trabas que ralentizan ese funcionamiento. Por el otro, la restauración de determinados valores —como la consagración ante el trabajo—, que han sufrido deterioro en estos años.
En algún momento podremos alcanzar una economía eficiente, pero de poco serviría que las empresas funcionen con parámetros correctos si los sentimientos de solidaridad, apego a la justicia y a la modestia, entre otros más, no ocupan su debido lugar. En ese mundo, el hipócrita «obedezco, pero no cumplo» debiera ser enterrado con un monumento de condena a la hipocresía, para darle paso al cumplimiento bajo los principios y siempre con el permanente derecho a replicar. Las hipocresías nunca alimentan la vida. Mucho menos podrán hacerlo ahora, aunque se vistan de lealtad.