Lucía me ha renovado la ternura. Mi nieta apenas cumple hoy una semana de vida soberana, después de traspasar ese umbral irreversible hacia la luz de la existencia, cesárea mediante. La observo dormir espléndidamente, tras el velo rosado de su mosquitero. Sigo los mohínes de su boquita corazón, sus mínimos dedos como lirios bonsái, aferrados al pañal. En cualquier instante me sorprenderá entreabriendo sus ojillos impolutos al son de sus primeros desplantes y rebeldías, esos llantos por la savia materna.
Lucía me hace sentir ese misterio insondable de la Naturaleza, que convierte el paroxismo amoroso, ese temblor orgásmico, casi cósmico de dos células infinitesimales y opuestas, en un coloide fecundo, una bioquímica inquieta en las sombras del cálido vientre. ¿Y cómo ese reino de los trasvases y emulsiones vitales puede hacer la magia, hasta lanzarnos una criatura a este mundo, oh, Dios?
Lucía, y todos los recién nacidos de la Tierra, ya en holán o pesebre, llegan pidiéndonos cuentas sin que nos percatemos. Son, además de alertas y arreos, acertijos de la vida, enigmas por descifrar en el futuro, hojas en blanco por llenar. Lucía bosteza y el cielo de su boca es el paladar insatisfecho de la humanidad, la cuenta pendiente a tantos deudores.
Lucía estira sus bracitos torpemente, a cualquier espacio aún impreciso, mañana su espacio. Desata fisiologías arrullada por cantos y mimos que la embelesan. Entonces reparo en que la criatura, este boceto de la plenitud, está al borde del momento definitorio de la existencia humana, la rampa de lanzamiento: ¿Qué persona será? ¿Qué haremos de ella y qué hará de sí misma? ¿Cómo llegará al bien y la virtud, por encima de tantas zancadillas y desvíos, cuando abra bien los ojos a la vida?
Estos recién estrenados, a puro beso y palabra, a lección y hábito, ruedan luego por los años, y se nos desprenden. Comienzan a caminar sus atajos por sí mismos, negándonos para reafirmarnos al final. Y cuando ya seamos mustias y oxidadas palancas de su andar, señales superadas, entonces ellos gozarán el mismo amor de aquellas dos células feraces y encontradas. Y brillarán, como una estrella de Belén que los guíe por las sombras, la razón y el saber para este paso fecundo por la Tierra.
Entonces, Lucía, y quién sabe qué recién nacido de estos días, retomarán ese paroxismo amoroso, ese temblor cósmico que derrama una célula sobre otra. Y darán renuevo a otro ciclo de ese misterio insondable de la Naturaleza y el alma.
Por ahora, tras un velo rosado, sigo los mohínes de esa boquita con que algún día defenderá sus derechos y le hablará al mundo. Lucía jimiquea, se retuerce inquieta en su mapamundi de pañales y cintas. Y llora, con un llanto agudo de hambre ancestral, hasta que se desploma sobre una fuente cálida. La vida.