No llueve en la República Popular Democrática Lao. La cosecha se pierde. Los precios de los alimentos suben. Vienen días de hambre. Las fichas del dominó se estrellan una por una, como si nada pudiera detenerlas. Los campesinos, como los de cualquier otra parte del mundo, sufren el cambio climático, y aunque quizá no puedan explicárselo en términos científicos exactos, viven todos los días sus consecuencias.
Las cosechas de arroz de noviembre y diciembre en esa nación asiática fueron arruinadas por la sequía y las temperaturas extremas. Los desastres naturales dejan una terrible estela de hambre y el doloroso rastro de la emigración. Y lo peor es que las consecuencias se expanden.
Según un estudio oficial divulgado recientemente por el periódico laosiano Vientiane Times, tan solo en la provincia Champassak emigraron unos 3 400 de sus habitantes a países vecinos debido a las adversidades climáticas.
La emigración aumentó con respecto a años anteriores, y al menos 600 laosianos de esa localidad tratan de buscarse la vida en Tailandia, dijo Xeunmany Keoviengsamai, quien da seguimiento a los desastres en esa zona y, según PL, aseguró que si bien no es la opción deseada, la gente se ve obligada a partir ante la adversidad climática.
Todo queda más claro si se tiene en cuenta que cerca del 95 por ciento de la población depende de la agricultura para sobrevivir. El cultivo del arroz —producto básico de la dieta—, cubre el 80 por ciento del total de la superficie fértil de Laos. Esa nación asiática exporta importantes volúmenes del grano; si no se da, entonces comienza el terrible ciclo.
«Unas 2 400 familias en 36 villas sufrirán déficit de arroz este año, algunas tienen reservas para nueve meses, otras solo para tres», agregó el funcionario.
Según explicó Xeunmany, la temporada seca comenzó antes de lo habitual y el río Mekong no inundó las tierras bajas, como suele pasar cada año. Si no hay arroz para abastecer la demanda nacional, menos para salir al mercado.
Lo peor es que los laosianos no son los únicos que sufren la furia natural. Ellos, como todos, nos convertimos en números en un mundo que sufre los efectos negativos de la globalización. Según un reciente informe de la ONG Intermón Oxfam, los desastres naturales directamente relacionados con el clima afectan cada año a unas 250 millones de personas. Está previsto que esa cifra llegue a los 375 millones de damnificados para 2015, si no se toman medidas urgentes a nivel global.
A pesar de esta realidad, hace relativamente poco tiempo que el cambio climático se coló en la agenda mundial. Aunque hoy determina la supervivencia de la especie, todavía no se logra un compromiso real de las naciones en ese sentido. El mundo vio abochornado el fracaso de Copenhague, los intentos de Cancún y ahora espera porque Durban, Sudáfrica, sea la cita en la que definitivamente las naciones logren un acuerdo vinculante que ponga fin a la amenaza. Sin embargo, muchos prefieren ser cautos y no esperar demasiado. Lamentablemente, la urgencia no define, sino los intereses contrapuestos.
Los pronósticos apuntan a que más seres humanos morirán de hambre en pleno siglo XXI. Distintas organizaciones mundiales alertan sobre la tendencia alcista de los precios de alimentos básicos como el arroz, el trigo, el azúcar, la cebada y la carne.
Los campesinos de Laos no ven salida y se marchan. Trabajan duro para sobrevivir en su tierra o fuera de ella. Muchos mueren en el intento. Aun así, seguro esperan que la naturaleza vuelva a ser benévola. La solución es mucho más compleja y depende de la postura de las grandes potencias occidentales.
Y mientras no llueve o el suelo se anega, la tierra ruge bajo los pies o el mar trae olas gigantes. Las cosechas se pierden. Los precios de los alimentos aumentan sin parar. Vienen días de hambre.