Dos momias lanzadas al suelo, decapitadas. Eran los abuelos del faraón Akenatón. Aprovechando la confusión, unos pillos se han deslizado por la escalera de incendios del Museo Egipcio de El Cairo, y han roto vitrinas en busca de oro. Cuando no lo han encontrado, han arremetido con furia contra todo lo demás.
La ignorancia, en ocasiones, actúa como muro protector. El vándalo busca oro, diamantes, zafiros, amatistas… No repara en el valor de unas estatuillas de madera, de unos utensilios, de la cerámica milenaria de que están hechos unos «trastos» medio rotos… Y los deja tirados en el suelo. Es mejor que así sea.
¿Quién defiende los tesoros? ¿Las fuerzas del orden? ¡Qué va! La policía está perdida. Se dice que muchos agentes han aprovechado el caos para, de civil, pasar imperceptibles por entre la multitud y cometer los robos. De hecho, los únicos uniformes que se ven en las calles son los del ejército.
Los que están «al pie del cañón» en la defensa del patrimonio son los ciudadanos comunes, los transeúntes humildes, enterados de que los museos no son lo que más importa a esta hora, y que pueden terminar como los de Bagdad: rapiñados por manos extrañas. Por eso forman cordones alrededor de las salas, y hasta se arman con palos para descargárselos a todo el que se atreva a robarle aunque sea un mínimo trozo a cinco mil años de historia.
Pero los aviones privados están partiendo uno tras otro del aeropuerto de El Cairo. Se dice que son adinerados locales o de otros países árabes, que se van con sus bienes a otra parte. Quién sabe si también, antes de volar, dejaron como encargo a algún truhán que tratara de asegurarles un «recuerdo» del Museo Egipcio. El sábado unos beduinos asaltaron un almacén de antigüedades y se llevaron seis cofres llenos. Tal vez algunas piezas ya estén tras una pulcra vitrina privada, con un fino spotlight encima, y jamás los visitantes al país de los faraones volverán a empatarse con ellas.
Es el clásico río revuelto. A principios del siglo XX, cuando no había Estado egipcio, sino que los británicos controlaban el país mediante un «protectorado», el expolio era más fácil. Un arqueólogo alemán, por ejemplo, se hizo de un busto —famosísimo— de la reina Nefertiti, lo despachó hacia el país europeo, y estas son las santas horas en que Berlín no lo ha devuelto. Más al sudoeste, en París, el Louvre exhibe decenas y decenas de sarcófagos, cientos de estatuas, lápidas pobladas de jeroglíficos, joyas… Hasta un obelisco, que preside espacialmente la Plaza de la Concordia, fue extraído del país cuando los egipcios no tenían potestad para decidir sobre lo que les pertenecía.
Ahora, cuando las urgencias son otras, cuando la atención está puesta en ver qué hará o no el Gobierno de Hosni Mubarak, siempre algunos listos habrá que, sin importarles lo que esté ocurriendo de trascendente ahora mismo en las calles, dediquen un ratico a la infamante faena de Caco, conspirando contra su propia historia.
Ojalá —pensando en el mal menor— todos sean solo torpes buscadores de oro…