La rutina, esa hija silenciosa de costumbres, empoza la energía, torpedea sueños, frena el ingenio y adelgaza el cerebro. No en balde José Ingenieros dijo que la rutina «es el hábito de renunciar a pensar».
Puede, incluso, convertir una organización completa en un esquema sin cromatismos, en el que las formas siempre se anteponen a las esencias.
Vengo hoy con tales disquisiciones porque, como a todo cubano amante de este proyecto social, me duele ver la manera en que se han «rutinizado» ciertas (que no todas) asambleas de rendiciones de cuentas, esas reuniones nacidas con el fin supremo de ejercer el poder del pueblo y con el hermoso afán de convertirse en la «Asamblea Nacional» de la base.
Y duele, además, que a estas alturas algunas de esas congregaciones, en las que deberían predominar la novedad y el entusiasmo, se hayan trocado en una repetición de quejas y solicitudes, que conocemos como «planteamientos».
Hace unos días este propio periódico, al reseñar un encuentro entre periodistas y miembros del Consejo de Administración de la capital, exponía que uno de los desafíos esenciales de nuestro sistema de gobierno es «lograr que las rendiciones de cuentas de los delegados a los electores funcionen como lo que deberían ser».
En la carne de ese reto late, también, una advertencia tantas veces repetida: esas reuniones no surgieron para que los delegados se vieran practicando malabares idiomáticos, ni tampoco para que los electores vivieran reclamando por el funcionario que no acaba de dar la cara para explicar al menos por qué equis asunto, después de elevarse tanto, no puede aterrizar solventado en la piel de los ciudadanos. Ellos, los administrativos, deberían estar siempre latiendo con el pueblo, oyendo y replicando, esclareciendo e informando. Y no como favor, sino como deber indelegable.
Al respecto, la propia nota de JR subrayaba la debilidad contenida en «la insuficiente presencia de los encargados administrativos en las reuniones de rendición de cuentas, importante eslabón de la comunicación entre el pueblo y sus instituciones y del ejercicio del poder desde la base».
Viví desde la difícil orilla del delegado durante dos años y medio, cuando en 1997 fui electo para ese cargo en mi querido y descolorido Cautillo Merendero, en el municipio granmense de Jiguaní. Y desde entonces y desde antes sufrí el suspenso por esa asignatura, que ahora desaprueban otros delegados: la inasistencia reiterada a las asambleas de directivos y funcionarios de entidades administrativas, pese a invitaciones de todos los tamaños y formas.
¿Cómo lograr que asistan y den la cara? Aquellos que no van, ¿se pensarán ya intocables, dioses y dueños? Habría que escarbar bastante en nuestras fallas institucionales para brindar respuestas.
Esas ausencias sin duda menoscaban a los electores porque si ellos no pueden chocar cara a cara, en asambleas públicas y abiertas, con los que administran, se les mengua la capacidad de mandar, exigir y pedir cuentas.
Una cubana sencilla, quien fue diputada a la Asamblea Nacional, me escribió hace varios meses para plantear que tales asambleas no solo deberían ser de quejas, pues constituyen marcos ideales «para plantearnos la sociedad que quisiéramos tener, diseñarla entre todos, hacer sugerencias, ejercer el control popular, y potenciar la participación comunitaria en la solución de los problemas».
En esos señalamientos habitan algunas de las pautas para fortalecer nuestra democracia, para hacerla más duradera. Y para que no se nos vuelva una palabra rutinaria.