Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La virtud maldita

Autor:

Luis Sexto

La humildad cabe en el símbolo de la señal de tránsito que advierte: por aquí no se pasa. Tanto se le teme que muy pocos aceptan hoy asumir el crédito bochornoso de ser humildes, salvo en las autobiografías políticas: «Nací en el seno de un hogar humilde…». Nos enaltece haber nacido humilde, en casa pobre y honrada, pero no ser humilde, porque entonces la relación es diversa, casi opuesta.

El diccionario carga con un volumen de responsabilidad en esa fobia. Entre las tres o cuatro acepciones de humildad, la mayoría nos fijamos en la última: esa que nos remite a sumisión, rendimiento. Y la humildad así clasificada viene siendo una virtud maldita.

Por mi parte, como desconfío de todo juicio que no tenga en cuenta las insuficiencias y las tendencias naturales de los hombres, más que en la superioridad creo en la fragilidad innata del ser humano. Pero acepto su facultad de mejorar partiendo «humildemente» de su falible condición. En este análisis la humildad se asienta como un trampolín: el de admitir con humildad que humilde proviene de humus, en latín, y que humus es tierra, barro por extensión. Es eso, pues: reconocer nuestra poquedad, como garantía para crecer y afianzarnos.

En lo individual, ¡de cuántos disparates e injusticias nos preserva la humildad! A la inversa, no ser humildes puede implicar la altanería, la soberbia, que no significan justa rebeldía, y su secuela de errores de apreciación. Teorías revolucionarias aparte, sociología aparte, estoy entre los que estiman que el planeta se disuelve en el caos también por falta de humildad, de claridad acerca de los valores y desvalores ingénitos de nuestra especie. Todo lo que tiene fin es breve, ha dicho un poeta. Y me parece también razonable que, además de breve, sea imperfecto.

Por lo tanto, partir de la imperfección ayudaría a reconocer que la superioridad humana sobre el resto de los seres vivientes del planeta tiene que afincarse en la convicción de que es una superioridad latente, parcial, signada por la muerte —supremo símbolo de la fragilidad— de los individuos. Y quizá algún día, por efecto de la misma soberbia a la que muchos hombres y mujeres apuestan sus ilusiones, nuestra superioridad estará marcada por la probable desaparición de la especie. Lo dijo Maurice Blondel: «No tratemos al embrión que somos como si fuese un ser acabado».

Quizá solo estoy enumerando equívocos, aunque la subjetividad posee sus derechos. Bajemos, pues, al polvo. Repasemos la historia. Hablemos de política, que ya pocos pueden rehuirla. Desde hace más de un siglo —el último y cuanto va del actual—, la Tierra vive una posguerra permanente. Porque la Historia ha decursado en guerras y entre guerras. De muchas de ellas, los Estados Unidos de Norteamérica son culpables por acción u omisión. ¿Hace falta nombrarlas? La hispano-cubana-americana. Y siguen, entre otras: Corea, Vietnam, Iraq, Iraq otra vez, Afganistán… Guerras y posguerras, espacios iguales porque cuando una termina empiezan a gestar la otra. Y por parte del agresor una guerra puede ser la posguerra de la que la antecedió. Ese es un aporte imperial.

Los Estados Unidos defienden sus intereses hegemónicos: el petróleo aquí, su presencia geopolítica allá, el control allí. Pero éticamente hablando, los Estados Unidos pecan de soberbia. La humildad se les ha escurrido entre la casaca de la arrogancia. ¿Quién como nosotros?, pregonan alzando la espada de fuego del Ángel ensoberbecido.

Tal vez, si los Estados Unidos adquirieran la clarividencia de una madurez humilde, llegarían a sostener cuanto, en el siglo XIX, un norteamericano alcanzó meditando sobre la naturaleza. Uno de sus primeros poemas publicados se titulaba Simpatía, y su doctrina política principal se llamó «resistencia pasiva», la acción desde la humildad. Henry David Thoreau fue el precursor de Gandhi. Y cuánto de Thoreau necesita Norteamérica, sobre todo los que la gobiernan, que suelen hacerlo desde la prepotencia.

Hablo desde la ética. Y si cultura y ética no se benefician mutuamente, una y otra se desacreditan. Y así no me extrañaría, pues, que sigamos tratando como un ser definitivamente completo al «embrión que somos». Y muchos de nosotros pensemos que la razón está de mi parte, y que si yo pienso para qué tendrán que pensar los demás.

En fin, que nadie me toque; yo solo puedo tocar.

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