Mescolanza de exultante alegría y remembranzas vívidas me provocó la inauguración del curso de la Escuela Pedagógica Fulgencio Oroz, en lo que fuera, ahora remodelada, la Escuela Normal para Maestros de La Habana, por la que tantos pasamos cargados de ilusiones en pos de un ejercicio tan digno y reconocido entonces por la sociedad como el del magisterio. La sola aparición en la televisión de las imágenes de sus aulas y corredores, por las que anduvo aquel joven estudiante que da nombre al centro, en mi propio tiempo de estancia, y que entregó su vida a la causa revolucionaria cuando allí se conspiraba o se participaba en protestas contra la tiranía, bastará para recordar que la vocación por la enseñanza entraña asumir compromisos con el futuro del país.
Me vuelvo a ver bajo la natural tensión de los exámenes de ingreso en Matemáticas y Lengua española, los que saludablemente el Ministerio de Educación Superior acaba de establecer como requisitos para acceder a las universidades. Y luego la espera por las calificaciones que determinaban el otorgamiento de plazas, por las que pugnaban por lo menos un número diez veces mayor de aspirantes, que en muchos casos se presentaban con férrea tenacidad hasta en tres ocasiones sucesivas, no solo porque constituyera una perspectiva de fuente de empleo a mediano plazo, sino sobre todo por concebir al magisterio como una profesión que contaba con bien ganados lustre, prestigio y respeto en la comunidad.
Quienes me acompañaron, y tal vez lean estas notas evocadoras, retornarán en la memoria a la escuela primaria anexa en la que se realizaban las prácticas, bajo la mirada escrutadora, desde un discreto balcón al final de las aulas, de profesores metodólogos y compañeros, para analizar después logros y fallas, en búsqueda de la excelencia en la transmisión del conocimiento. O entre otras exigencias, la de graduarse con una ortografía impecable, como condición innegociable.
En esa fragua, en que el amor y la rigurosidad hacen pareja inseparable, se formaron muchos de los maestros que tuvimos los hoy más que otoñales, y todavía recordamos con veneración, por sus nombres, gestos, maneras de vestir, que podía ser con una o dos mudas, pero siempre limpias y sobrias, que nunca desataron comentarios banales porque sabían cautivarnos con su saber y decir, con el requerimiento oportuno y preciso como lección para toda la vida. El más maravilloso poder del maestro y la maestra, y a su vez su invaluable recompensa suprema, consiste en dejar huellas imborrables.
Cuánto buen aliento suscita que al final junto con el agua sucia no se haya ido la criatura, y que termine prevaleciendo la sabiduría de la rectificación y el rescate, porque el mejor de los empeños pasa por asirse a lo mejor y más perdurable de las referencias y legado del pasado, con todas las necesarias renovaciones que requiera el siempre pujante devenir. En educación los errores pueden pagarse hasta tres décadas más tarde.
Ojalá que los duendes propicios que anidan en los resurgentes predios del Cerro acompañen a la juventud que comienza a insuflarles vida, para que escuelas como esa en todas las provincias se conviertan en lo que tienen que ser, genuinas escultoras de los escultores de mejores generaciones por venir.