Tienen nuevos argumentos quienes habían apuntado la inamovilidad de la política militarista de EE.UU. para América Latina. Ahora sus barcos y soldados también podrán desandar, libres, las aguas del istmo.
El detonante estalló a inicios de este mes, cuando una decisión adoptada por votación dividida en el legislativo de Costa Rica autorizó el patrullaje conjunto que permitirá la presencia en aguas ticas de unos 46 buques de guerra de EE.UU., que transportarán 200 helicópteros, una decena de aviones de combate y 7 000 soldados, según ha trascendido. Un despliegue que legisladores de la oposición consideran desmedido, y que partidos como Unidad Social Cristiana han impugnado por estimarlo inconstitucional, rechazo al que se unen los igualmente opositores Acción Ciudadana y Frente Amplio.
También rechazan la decisión sectores del espectro social que, con su accionar, vuelven a romper el consenso en la sociedad tica. Convocados por sindicalistas, los costarricenses fueron invitados la víspera a «un acto cultural de sensibilización ciudadana sobre los peligros de la militarización de Costa Rica», publicó el diario local El País.
Si bien no se trata de algo nuevo pues la decisión del legislativo parte de un acuerdo firmado en 1988 para la Cooperación contra el tráfico ilícito, actualizada por un Protocolo en 1999 —vigente por diez años—, los críticos del voto legislativo, válido hasta diciembre, explican que el número de fuerzas militares supera al de otros años, y cuestionan que tal cantidad de fragatas y soldados tenga por objetivo, como se argumenta, el combate al narcotráfico.
Pero más allá de lo que concierne estrictamente a Costa Rica, la medida deja un sabor amargo en América Latina: se está certificando que la política de EE.UU. para la región sigue siendo la misma. Como hace 20 o 30 años, otra vez vuelve a usarse la lucha contra el tráfico ilegal de estupefacientes como mampara que justifique el despliegue militar norteamericano; aunque las modalidades quizá no sean exactamente las mismas.
Junto al posicionamiento en instalaciones militares propiamente de EE.UU., con la apertura o reacondicionamiento de nuevas bases yanquis, se propicia ahora su presencia en la región, mediante el uso —como se esgrime en Colombia— de enclaves que supuestamente siguen siendo de la nación donde están ubicados, pero en los que EE.UU. tiene toda la potestad de estar. O, como en el caso que nos ocupa, sin que sea necesario estacionarse en bases: Washington tiene permiso para patrullar, y ya eso es una justificación para el despliegue.
A todas luces, Centroamérica tiende a ser convertida por los halcones, como lo fue en otro momento, en una plaza fuerte para ellos. Asegurado el reforzamiento de su presencia en Sudamérica con el uso en Colombia, mínimamente, de siete bases y los aeropuertos, se presume que se agenciaron el permiso para andar por Panamá, donde la apertura de unas cuatro nuevas bases —según el Gobierno, policiales— no permite descartar allí la presencia de los soldados de EE.UU.
A ello ha seguido la recién anunciada construcción de un nuevo enclave en Guanaja, Islas de la Bahía, en la Honduras pos golpe que depuso a Zelaya, luego del mejoramiento de la base de Caratasca, dotada ahora de una tecnología moderna a un costo de dos millones de dólares… que proporcionó EE.UU. Ambas se sumarán a la ya añeja base de Palmerola y estarán dedicadas también, presuntamente, a una cruzada antinarcóticos que no ha logrado reducir el flagelo, entre otras cosas, porque no es ese el modo de hacerlo y mucho menos su derrotero.
Tales acontecimientos dejan con un palmo de narices a quienes esperaban una actitud distinta de EE.UU., y corroboran que, en esencia, nada ha cambiado allí con respecto a Latinoamérica… aunque los modos parezcan distintos.