El lenguaje oral grita S.O.S. Así lo comprobé durante mi Servicio Militar, cuando conviví con matanceros, espirituanos, villaclareños… y traté con todo tipo de personas en la calle: imagínense, era operario antivectorial de la campaña contra el Aedes aegypti, y más de una vez la gente me dejó, durante una conversación, en ascuas.
Sucede que en ese habla popular «patas arriba», un ladrillo es un auto Lada, un techo es una gorra; una bala, un pantalón y, ¡vaya imaginación!, un par de pedales son un par de zapatos ¡Ah! Y una monja son cinco pesos; y una bomba, veinte. Y qué decir de la extensa red familiar que uno posee y no conoce. ¡Cuántas veces se escucha: «Tía, ¿qué hora tiene?».
Hay que saber adecuarse al lugar y al interlocutor; no debe hablarse con un profesor en el aula igual que con el amigo del barrio. No resbalemos en la jerga callejera, menos aún en la pedantería de utilizar palabras hipercultas. Aunque condeno ambos extremos, aborrezco más el segundo de ellos, por cuanto tiene de pompa y vanidad.
Una novia de la adolescencia solía burlarse de esos que adornan sus frases con papeles de regalo: «Imagínate a alguien que para expresar “¡Qué peste a ratón muerto!” diga: “¡Qué fetidez a roedor fallecido!”».
Qué absurdos esos que, durante una conversación común, sueltan sus «palabritas» —muy adrede, claro— y dicen alacridad y no alegría (aun cuando alegría es mucho más sonora, musical), o utilizan manducatoria en vez de comida, ósculo por beso… A tales especímenes, les viene bien la «trompetilla justiciera» a la que exhorta el Premio Nacional de Literatura Reinaldo González:
«La trompetilla es el arma defensiva del criollismo. A ese que se improvisa Unamuno caribeño le parecería que se lo lleva el diablo, pero al final me lo agradecería. Sería el “removión” que advierte la cercanía del ridículo… Es una válvula de escape y un eficaz método para bajarle los humos al más pintado, ese que “se cree cosas”. No se negará que el sistema cubano es menos drástico que los tartazos europeos. Y nadie piense que es por falta de harina, azúcar o huevos».
Debo hacer un paréntesis, porque siempre hay excepciones, de lectores voraces que incorporan a su decir cotidiano palabras «raras». Muchos las emplean sin malicia y con tanta naturalidad que no molesta, pues son simplemente el reflejo de una elevada y sólida cultura.
El uso que hacemos del idioma es expresión de cómo somos. Cervantes lo plasmó mejor en El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha, donde tiene una sentencia que, a pesar de su genio, debió esculpir minuciosamente con cincel y mandarria, pues parece dictada por los dioses: «La lengua es la pluma del alma».