Hay hombres que trascienden porque sus gestos rompen y fundan, otros abrazan la posteridad cuando, para convocar, abrazan la lira. Los primeros aprehenden la luz con el bregar que signa sus vidas; los segundos, porque logran domar preceptos mediante los versos, el arte, la filosofía…
Diríase que el hombre de acción y el poeta viven dimensiones distintas; difieren en la actitud que cada uno asume ante el hecho más radical de la vida: la muerte. Al hombre de acción la Parca lo atrapa por sorpresa, como a un cazador cazado.
El meditabundo arriba a la hora final desde dentro, de un modo distinto, de manera similar al germinar de una semilla, en ritual de cortejo, como finalidad mansa de la vida, sin desgarramiento.
El Apóstol marchaba aparentemente sin preocupación rumbo a Dos Ríos. No existe mal augurio en sus últimas líneas recogidas en el Diario de Cabo Haitiano a Dos Ríos. El documento muestra a un Martí que cabalga como héroe homérico; va desnudo, sin secretos, sin sombra de máscara.
A su paso todo reverenciaba, no como se le rinde tributo a un dios, sino como suelen hacer los hijos con la cabeza gacha en gesto de cariño y respeto, cuando el ejemplo de un padre se torna insuperable.
Viva, sin defensa alguna, cabalga en el diario su espiritualidad que atrapaba con la pluma cada palma, cada planta, toda criatura: el alimento compartido entre los guerreros, la taza de café ofrecida por el fiel guajiro, el reencuentro con su amada Isla…
Parece ser que los gigantes constituyen rivales extenuantes para la muerte, porque en la resistencia, a veces inconsciente, emplean contra ella las virtudes que marcaron su devenir en el mundo. El sentido de la justicia y la moral brillan en las páginas del Apóstol como el gran destello que resplandece con más energía que nunca, justo antes de languidecer.
Y es que ha triunfado después de transitar por todos los sentimientos del humano vivir: la ira vencida a fuerza de generosidad, la angustia, la soledad; esa que acompaña a los seres únicos condenados a un peso existencial, incapaz de compartirse con los demás mortales.
Para Martí la violencia era como una cruz, como se deduce en cada uno de sus textos. Su destino no le fue dictado por el temperamento ni por un deseo de trascendencia; se hizo a sí mismo en contra de sus instintos. Por amor a la libertad vivió en absoluta obediencia; ese es el modo más alto y noble de ser hombre.
Por la extraña coincidencia del actuar y la vocación para moldear ideas comenzó su segundo vagar después de Dos Ríos, nada más hubo pérdida corpórea, simplemente un tránsito hacia el estadio necesario de la universalidad. Hoy recibe nuestro agradecimiento.