Tras superarse las emociones y angustias del más reciente Play Off, en la Universidad Central de Las Villas (UCLV) otra vez volvieron a caldearse los ánimos con la celebración de los festivales de artistas aficionados de la FEU, un suceso que descongela en tan solo semanas la movilidad con que se resguarda allí el quehacer cultural del estudiantado durante casi todo el año.
Me refiero a una temporada del curso generadora de entusiasmo entre jóvenes que no solo pugnan por vencer los rigores académicos, sino también por conquistar con sus propios recursos algunos dominios creativos, en un contexto que suele ser benéfico para rendirle culto al buen gusto y a la inteligencia humana.
Sin proferirle a estos criterios un acento absoluto, creo que lo trascendente de estas jornadas rebasa la búsqueda de competencias artísticas, para conferirle altísimo valor al producto final de un empeño colectivo.
Cierto que mucho representa el fasto y la originalidad con que cada facultad proyecta su espectáculo, pero mayores grandezas son las que se cobijan detrás del telón o mucho antes de iniciarse la actuación final.
Confieso, sin el más mínimo sonrojo, que durante mis años universitarios jamás subí al escenario ni para mover un pie o decir el bocadillo más simple de la más simple obra de teatro. Sin embargo, a pesar de mis ineptitudes artísticas nunca logré escapar a esa vorágine de pensamiento y trabajo, casi impredecible, que se mueve de la beca al aula y del aula a todas partes.
Unos pegan los carteles para anunciar lo que sucederá, otros se encargan del guión, la iniciativa vespertina o la exposición del tema sobre el que girará la fiesta cultural. Otros se las darán de teloneros, luminotécnicos, musicalizadores, utileros o sencillamente artistas.
Para la puesta ahora hace falta una sábana vieja, un par de espejuelos, una hornilla eléctrica, un cono de hilo, un vestido verde, una cinta negra, unos globos azules y un cartón violeta… Y poco a poco va apareciendo todo: lo buscan por aquí, lo piden por allá, y al fin se consigue.
Es justamente ese espíritu de camaradería, o esa alianza para proteger un pedacito de creación común, lo que demuestra cuánto puede lograrse en estos predios, si todo estímulo grupal se fraguara con visión de conjunto, si concebimos el esfuerzo como el arte de todos.
Ahora que los alumnos de la UCLV andan bajo los ecos de una etapa que todavía permite el repaso de lo que esta vez quedó bien o quedó mal, pienso en lo que también ha de orquestarse cada año por esta fecha en muchas universidades del país, al calor de un movimiento que más allá del arte siempre será proclive a engendrar emociones, ingenio e identidad.