Ella, la santa patria, impone singular reflexión; y su servicio, en hora tan gloriosa y difícil, llena de dignidad y majestad. Este deber insigne, con fuerza de corazón nos fortalece, como perenne astro nos guía, y como luz de permanente aviso saldrá de nuestras tumbas. José Martí (Patria, Nueva York, 17 de abril de 1894)
Cuando el 15 de mayo de 1894 Martí escribe a su madre que «La muerte o el aislamiento serán mi premio único; —y si vivo, la autoridad de mi conciencia, en los rincones de la gente buena y el trabajo», no imaginaba que apenas un año después esta convicción sería una triste y cruda realidad.
Sin embargo, a más de un siglo, también continúa siendo una verdad irrefutable otra de aquellas íntimas y desgarradoras confesiones: «Mi porvenir es como la luz del carbón blanco, que se quema él, para iluminar alrededor. Siento que jamás acabarán mis luchas».
En vísperas del aniversario 115 del inicio de aquella a la que llamó en justicia la «guerra necesaria», «necesaria y útil», «necesaria y breve», «una guerra sin odio», porque «el odio no construye», el pueblo que él se sacó de las entrañas, que amasó con su sangre y animó con su espíritu, continúa la batalla ininterrumpida desde entonces en defensa de su dignidad.
En esta época oscura para una humanidad que se debate entre el avance desenfrenado e irresponsable hacia su propio fin, y la necesidad de regalarse ese instante supremo de cordura por el que acaso se salvará de la catástrofe, Cuba, la «santa patria» de aquel hombre solar, trae a escena de nuevo, con un realismo en que se juega su propia existencia como nación independiente en el concierto de los pueblos libres, el eterno episodio bíblico sobre David y Goliat. La lucha interminable entre la virtud, siempre valiente, humilde e inexpugnable, y el vicio oportunista, descomunal, endeble siempre. Cuba contra el imperio: así ha de verse, pues, sin medias tintas.
El próximo 24 de febrero, cuando comiencen las asambleas de nominación de candidatos a delegados del Poder Popular, se estará rindiendo un digno y sincero homenaje a aquellos que desde la historia de sus vidas truncas nos miran con orgullo, si hacemos lo correcto, o con lástima y desprecio, si caemos en vileza. Por la patria sagrada, que es como amor de madre, votaremos los cubanos de hoy.
«El caudal de los pueblos son sus héroes», decía Martí, y habrá que recordar a Fidel cuando al comunicarle al pueblo la triste confirmación de la desaparición del Señor de la Vanguardia, le pedía que cada vez que la patria se encontrara en peligro se acordara de Camilo, porque en el pueblo hay muchos Camilo, como hay sin duda muchos Che, muchos Maceo, muchos Gómez y muchos Agramonte, conscientes de que existe un arma más poderosa que las armas de fuego: la vergüenza.
Y habrá que recordar también a aquel ángel mortal que, con sus alas tan limpias como las que Martí le describió a Cecilio Acosta, acaba de alzar vuelo de entre nosotros hacia mundos mejores a que tiene derecho por su prístina vida: el maestro Cintio Vitier, cuando en hora como siempre difícil para Cuba, nos recordaba que ser un pueblo martiano no es tarea fácil; que la Revolución que estamos construyendo no es fácil ni quiere serlo; que a los enormes retos que nuestros enemigos nos plantean, nosotros oponemos uno todavía mayor, «un alto y luminoso desafío: ser dignos de la vida y de la muerte de José Martí».