¿Por qué usted no siembra yuca? —preguntó un periodista a un pequeño agricultor, cuya finca es oficialmente reconocida como modelo de productividad y aprovechamiento de la tierra. Y el campesino contestó que los precios de acopio de ese tubérculo son bajos. Tras la respuesta, alguien acotó que el dinero no podía determinar esas decisiones, ni andar uno preocupándose por los precios si el pueblo necesita alimentos…
Siendo consecuente con las opiniones que he sostenido en esta columna, si tuviera yo que criticar mordazmente a una de las personas implicadas en esa escena verídica, no sería al pequeño agricultor, que más de una lección imparte a sus colegas de la ANAP y la agricultura estatal. Más bien, reprocharía a Acopio las tarifas que, en vez de estimular, decepcionan. Aclaro que omito las señas del productor y del periodista por razones éticas y, además, porque mi reflexión está destinada hoy a litigar con esa frecuente reacción de asco cuando los que trabajan estiman que están mal pagados.
Parece que para esas personas tan enemistadas con las cuentas ajenas, el agudo escritor italiano Giovanni Papini tiene toda la razón cuando afirma que el dinero «es el estiércol del diablo», aunque, sea dicho de paso, los agromercados y las tiendas especiales no dan indicios de que hayan oído en algún momento el mil veces citado apotegma del autor de El libro negro: los precios de insumos y productos suben como avión en despegue, ajustándose así a la realidad económica interna y externa. Por ahora nada tengo contra ese mecanismo de regulación. Pero, siendo justo, cómo reprochar que un productor agrícola no cultive una variedad de vianda a causa de que más que ganancias le podría dejar pérdidas. ¿Sabemos qué significa sembrar yuca? ¿Desconocemos acaso que, por ser de ciclo largo, los agricultores han de tener durante más de un año una porción de su tierra ocupada por esa vianda que alimentaba a los taínos y tanto gusta hoy?
Este análisis, desde luego, habrá que extenderlo a la conciencia imperante todavía en Cuba. Por mucho tiempo practicamos, de alguna manera, el concepto de que la economía está subordinada a la política y la moral. Increíblemente, pusimos en lo alto al sueño y soslayamos el sustento material de lo idealizado. Mas, a mi modo de ver, el sueño —la aspiración— sin su base terrena pertenece a la jurisdicción de la noche. Y por el contrario, cuando uno sueña o proyecta parado sobre un sólido y flexible trampolín material, equivale a concebir el porvenir desde la vigilia, viendo claro… de día.
Dicho, pues, en breve suma, me atrevo a asegurar que sin una economía capaz de reproducirse y crecer, fundada sobre bases racionales y teniendo en cuenta los mensajes que la historia de la humanidad transmite, poco pueden prosperar las políticas. Y la prédica moral perdería, a la par, su eficacia si el trabajo no comienza siendo, en principio, el dispensador de bienestar.
Imagino que debe de estar claro que no abogo por otro sistema, otro régimen, otra formación social. Voto, incluso, por lo opuesto, es decir, que para defender el socialismo lo más inteligente resultaría deslindar lo útil y lo que estorba y no debe perdurar. Creo que habremos de proceder como suelen obrar los novelistas: tras el punto final, empiezan a revisar desde la primera línea como si nada de lo escrito sirviera y, quizá, de 400 cuartillas solo salvan 200. Y ese volumen sería un gran trabajo. A lo mejor, la obra maestra.
La Revolución y sus aspiraciones pueden juzgarse, pues, como una gran novela que necesita de la relectura crítica sobre las páginas en las que la calidad de la máquina de escribir o la computadora fue más importante que las palabras y las ideas, distorsionándose las leyes de la escritura. Como distorsionamos nuestra obra, en particular las soluciones que hoy el Partido y el Gobierno meditan y aplican para salvar del daño lo que no debe morir, si, en otro ejemplo común, ponemos la carreta, de nuevo, delante de los bueyes.