Escriba de la decencia, me sugieren. Y podría empezar diciendo que tuve un amigo que pedía le pusieran este epitafio: «Fue, sobre todo, una persona decente». Algo, pues, ha de significar esta palabra si puede resumir sobre un sepulcro la vida de un hombre.
Hace varios días, en un programa radial, uno de los comentaristas propuso inventar lo que llamó un «decentómetro» para detectarla. Porque, al parecer, la decencia se nos escurre por los agujeros de los zapatos. Otro criterio habló de divulgar la tienda donde se vende la decencia.
Hoy, desde la distancia, solicito me den unos minutos en la discusión, para sostener que no precisamos de un «decentómetro», ni de un bazar. La decencia, me parece, se anuncia y se mide a sí misma. Dinos cómo trabajas, o cómo amas y educas a tus hijos; dinos si respetas el derecho de tus conciudadanos, la propiedad de aquel semejante o de aquella institución, o si no alientas ambiciones que al estar por encima de tus posibilidades, te reclaman ejercer como estratega de la intriga, el chisme, la zancadilla… Dínoslo y podremos clasificarte entre los que prefieren la decencia o ruedan por los carriles contrarios.
La decencia tiene un valor semántico que algún diccionario de la lengua circunscribe al aseo y al comportamiento sexual. Pero el uso lo ha extendido añadiéndole además un sentido ético general, emparentándola con decoro. Y tampoco dudo, como mis colegas de Hablando Claro, de que muchos hayan olvidado cómo se define y cómo se ejecuta la decencia. Porque si estimáramos que la virtud dispone de todo el terreno entre nosotros, quizá seguiríamos afiliándonos al bando de los que piensan que cualquier visión crítica de la realidad es una alarma neurótica.
Por supuesto, la decencia también existe entre los cubanos, como existe el ideal ético que nos acompaña desde los días inaugurales de nuestra identidad. Nos acompaña, en particular, el rechazo a «los horrores del mundo moral», que han de ser corregidos y depurados por «ese sol del mundo moral», que es la justicia. Ambos principios provienen de fundadores e ideólogos básicos de nuestra nación. Y me atrevo a asegurar que la sociedad socialista cubana podrá librarse de cualquier peligro de disolución, solo si empezamos a aplicar un proceso de regeneración ética parejamente con los reajustes de nuestra economía y nuestra estructura social.
Sin embargo, a veces tendemos a confundir los términos. Nuestra educación —es sabido— se agrietó por circunstancias materiales hostiles, también por descuidos. Y si la ortografía del idioma comenzó a campear sobre el libertinaje, la ortografía de la conducta se adscribió, de igual forma, a actitudes despreciativas de la comunidad y los deberes, auxiliada por escaso rigor en el orden público. Por ello, cuando hablamos de educación política e ideológica, a qué nos referimos. ¿Acaso al estudio de este o aquel documento, a la repetición de aquella consigna, el ejercicio de aquella mirada acrítica, de aquel sí a contrapelo de que sientas el no? ¿Adónde nos llevará esa dicotomía? A la doble moral, según mi modesta experiencia. La hipocresía, una de las caras de la no-decencia, también echa a perder los valores políticos.
Más que apuntar a los ciudadanos —niños, jóvenes, mayores— en la casilla de los no-problemáticos o en la lista de lo opuesto, parece útil guiarlos a elegir libremente lo ético, lo justo, lo patriótico, lo decente en fin; dirigirlos a descubrir que el esfuerzo conscientemente propio por ganar la nota, por alcanzar la meta, por satisfacer las necesidades es más honroso que recibirlos de regalo o por mañas sin decoro. Sí, ante estas circunstancias apremiantes, la pregunta es una: cómo plantar en la conciencia que la justificación de la vida, más allá de disfrutar de necesarios valores materiales, radica en ser una persona decente, decorosa, y en afianzar la convicción de que los carnés, los títulos y las funciones ni te protegen con la impunidad, ni te hacen mejor. ¿Cómo? Ah, la respuesta no cabe en este espacio.