Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Tocororos

Autor:

Jesús Arencibia Lorenzo
Hecho a golpes de intuición y belleza, el arte suele ver más allá de todos los proyectos y descifrar todos los pasados. Desde un dibujo en una caverna hasta una animación computarizada, en cada gesto de esencia creadora se atisban las hondas preocupaciones de las épocas. Las incertidumbres, credos, anchuras, repliegues. Las utopías y las desilusiones. El hombre.

En esto pensé hace unos días cuando Cuba entera bailó en la piel y el sudor de Carlos Acosta, el mulato de Arroyo Naranjo que trajo al Royal Ballet a tocar el cielo de su Isla; el primer bailarín de la Real Compañía que le mostró a su Isla el cielo de la Danza.

Con él giraron ante nuestros ojos la escuela de Alicia y Fernando, la elasticidad de Sotomayor, los dibujos de Fabelo, las partituras de Chucho. También el andar «guaposo» de los adolescentes cubanos; la precisión de algún médico operando después de apretarse en una guagua; o las manos cansadas de un guajiro mientras prepara un horno de carbón...

Admirando a este angelote que tejió en el escenario las oquedades de la luz y después salió para decirle a los socios del Capitolio: «¡El Royal en La Habana, caballero!», vislumbra uno incomprensiones y aciertos de una nación. Nuestra nación.

Tal vez cuando comenzó a triunfar «afuera», cuando se hizo figura de referencia para el English National Ballet, el American Ballet Theater o el Houston Ballet, o cuando fue seleccionado en 2003 el mejor bailarín de Inglaterra, algún que otro dogmático criollo vio en él la «mancha terrible» de los que se fueron, la oposición irreconciliable con los que se quedaron.

Pero Carlos viajó, al decir de un amigo querido, con Cuba dentro. Y Cuba, como un hijo bueno, lo recibió orgullosa.

¿Cuántas veces otros Carlos corrieron una suerte distinta y llegaron a ser mal vistos solo por alejarse, como si la movilidad no fuera un gen del Homo sapiens? ¿Cuántos lazos —profesionales, de amistad, de familia— se han quebrado en nombre de una rígida pureza, de una errada concepción de la ideología o de los más burdos extremismos?

Y no es que comulgáramos con los que han hecho daño, con quienes han llenado de oprobio el suelo en que nacieron. O que desconociéramos las terribles coyunturas de sobrevivencia, los necesarios parteaguas que tuvo que trazar la Revolución para vencer los mil cercos. «Las revoluciones, ha dicho Alfredo Guevara, no son paseos de riviera».

Pero en el afán de honrar la maravilla que ha creado la propia gesta emancipadora, se deberá alguna vez asumir que la verdad es mezcla, y cerrar el paso a los simuladores, a las medidas de exclusión que, lejos de fortalecer, corroen.

Cubano. Tal es la carga existencial, poética, de esa palabra, que va más allá de un sitio de residencia. Cubano es Carlos Acosta aunque dance en Londres 11 meses del año. Cubana es Dalia, una rubia preciosa que limpia en Venecia los pisos de un hotel y dice que sin su Camagüey se muere. Cubanos, dondequiera que estén, son los que enseñan a bailar rumba, ofrecen a otros las delicias de un ajiaco, o curan vidas casi milagrosamente.

Con ellos también se salva este caimán hereje.

Por Alicia Alonso, dijo alguna vez Cintio Vitier, «Giselle se convirtió en una muchacha cubana bailando sola en el patio de su casa el misterio unitivo de las islas, el hechizo de la Isla más entrañable y herida»...

Por Carlos Acosta y por cuantos tocororos canten nuestras esencias en el mundo, se alzará aún más, pletórica de humanidad, esta tierra antillana.

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