Invasor, el periódico de la provincia de Ciego de Ávila donde trabajo, cumple 30 años. Su historia ha sido un campo de batalla en el que se tiró más plomo que en cualquier otra guerra y esto no es una hipérbole laudatoria, sino la materialidad de un hecho. El nacimiento de nuestro semanario, entonces diario en sus comienzos, fue un combate de madrugadas, una especie de Buena Pipa de letras en la que el maleable y pesado material se robaba el protagónico.
¿Quién osa echar a andar un periódico, en la tercera parte del Siglo XX, con una rotativa del 1906? ¿Armar páginas completas, letra a letra y calzadas, dentro de un marco de metal, con astillas de madera? Era como ese juego infantil de fajarse a las escupías. De manera que las anécdotas de entonces, pequeñas tragedias ayer, sonrisas hoy, han dado argamasa a este edificio de afectos que somos. Como dice ese popular personaje humorístico, quien no ha dormido en una redacción a la espera de una información pendiente ¡no sabe lo que es la vida!
¡Cómo olvidar aquella vez en que los grabados de dos páginas fueron trocados y apareciera luego, en lugar de la foto del dirigente, la de una mujer que expresaba: «Mi sueño siempre fue ser enfermera»! ¡Nadie puede imaginar la cara de pistolero asesino con que el tipo entró, después, a la redacción pidiendo sangre. ¿Y la fatídica llamada desde el Gobierno porque la foto del acto, en primera plana y como dice la canción de 20 X 40, estaba al revés? La placa se desprendió, el operario la colocó mal y continuó la tirada con la presidencia de cabeza.
Mas, tampoco, faltó nunca ese buchito de humor. Históricas son las correderas de máquina cuando la recepcionista de turno, con la mayor inocencia del mundo, gritaba: «¡Juan Ramooón, al teléfono un tal Alejo Carpentier que quiere hablar contigo!». Y la carcajada mayúscula la hacía darse cuenta de que algo raro pasaba y debía investigar quién era ese señor al que ella no le veía ninguna gracia.
Suman nostalgia, también, momentos conmovedores. La llamada Operación Tributo nos convirtió en estrategas. Regresaban a casa los hijos de la patria muertos en Angola. Aquel 7 de diciembre de 1989 puso a prueba nuestra eficacia para tiempos de guerra. El equipo completo de redactores, en tiempo récord, reportó, desde los más recónditos lugares, la emoción de un pueblo hecha bandera.
¡Ah, tantos nombres buenos, humildes y anónimos en esas páginas! ¡Cuánto sacrifico de madrugada para que, luego, la pésima impresión nos colgara el sambenito de El Invisible o El desteñío! ¡Cuánta paciencia innata de nuestra directora si cometíamos una pifia, cuántos buches amargos por el injustificado y airado reclamo de alguien ante la crítica o el frío silencio ante el elogio, como constancia de un viejo adagio: «palo porque bogas y palo porque no bogas»! ¡Veintiún años de su vida trepada a un mástil, balanceándose, y con el mar picado abajo! Y esto no es guataquería, aclaro. Es justicia. Aunque nosotros, también, hemos tenido que soportarle, alguna que otra vez, sus malos días, como mismo le hemos aguantado a Mayito, el jefe de redacción, que asesine, casi a diario, a Serrat desde su nada agraciada voz.
Pero así se construye un colectivo. Ese corazón que mueve a la tarea cotidiana, unas veces a toda vela y otras con ellas desinfladas por el desánimo, pero sin perder la brújula en estos 30 años: nuestros lectores, en esa travesía interminable por la utopía de lo que defendemos y amamos. Decía Gütemberg que la imprenta es un ejército de 26 soldados de plomo con el que se puede conquistar el mundo. Nosotros no pretendemos tanto. Si al menos alguien nos lee, cualquier sábado de mañana en provincia y recibe un leve e imperceptible sismo de amor, ya nos damos por bien pagados. Hemos ganado la batalla del día y, eso, ¡es suficiente!