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Una onza de vanidad

Autor:

Juventud Rebelde

Van a otras latitudes y regresan como si se hubiesen bañado con un perfume celestial, como si por aquellos predios hubieran conseguido alas para las suelas de los zapatos y una calculadora para el cerebro.

De pronto, ya ni siquiera hablan parecido. No miran igual a sus circundantes porque compraron dos paños «sport» y algún reloj de brillo transitorio; y a veces hasta una computadora con x (ve) jigas.

Pero el lado en verdad execrable radica en que ellos, punzados por esa metamorfosis paulatina, llegan a reemplazar su mente por otra de tejidos metálicos, en una rotunda negación de las lecciones de desprendimiento o sencillez, recibidas más allá de anfiteatros, salones y de los hogares propios.

Valdrá aclararlo siempre: no son todos los que experimentan tales cambios; deben constituir —supongo— una minoría. Incluso, muchos, al comparar realidades, retornan con el corazón más ancho, presto a revolucionarse en cada amanecer y con mejores ganas de dar la vida por lo que llamamos «esto».

Sin embargo, sería necio dejar de reconocer el fenómeno o tener miedo a desarroparlo con sus incontables matices. Como también sería obtuso no remarcar que quienes se insuflaron de vanidad con el viaje recibido como premio moral pueden hacer daño en su entorno.

Iría contra la verdad enarbolada en todo tiempo por la Revolución esconder que esa vanidad de algunos ha ganado terreno en los últimos años y que choca contra el orgullo sano nacido de las peleas y triunfos gloriosos contra metrópolis en lejanas tierras.

Esa vanidad, que es mucho más que el engreimiento coyuntural y pasajero, en el fondo dice ciertas realidades duras: en ellos se han marchitado —o arqueado, en el mejor de los casos— las ideas; se ha agujereado la conciencia y por esa brecha hasta un pomo de agua sucia pasa.

Esa vanidad hiere y ofende al que no pudo cruzar mares, pero encalló su mano levantando un hotel o una escuela; al que se duchó cada mañana de sudor bajo las brasas del sol en el afán de multiplicar los tomates; al que se desgargantó sin recompensas procurando enseñar a escribir «camino», «verdor» o «libélula».

Bajo esa vanidad se envuelve el deseo perenne de volver a partir, no porque se profese tanto la filosofía de dar la mano a otros necesitados de bálsamo, sino porque se cree en la boda perenne con lo material —importante, mas no plenamente imprescindible— y en la ganancia de un status.

Ahora bien, los que se inflaron después del vuelo añorado, ¿son entes aislados? ¿No pertenecen a instituciones y organizaciones en las cuales hay reuniones, análisis, chequeos, etc.? ¿No están ligados a círculos en los que se habla, por lo menos una vez al mes, sobre conducta, integridad y moral?

¿Por qué no hablarles a los ojos y machacarles que esa vanidad significa: humo, inmodestia, estúpida creencia, presunción, jactancia, petulancia, pompa, ostentación, tufo, endiosamiento, insolencia, arrogancia, fanfarria, ala... soberbia? ¿Los acuñamos ya como personas que «caen mal» y no tienen solución ni salvación?

Ojalá tales preguntas y otras generaran en alguna ocasión el debate sobre la formación del ser humano que hoy tenemos y el que vendrá mañana. Ojalá algún día, todos —o la mayoría— de quienes treparon por esa rama puedan entender aquel hermoso proverbio: «Una onza de vanidad deteriora un quintal de mérito».

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