Cuando le piden a un periodista que escriba para ediciones cercanas al fin de año, casi le están exigiendo un oráculo del año nuevo y a eso me dispongo.
Lo primero que hago es acentuar bien grande la palabrita que da título a estas ideas, no vaya a ser que comience enero con el pie derecho, el de la mala suerte para nosotros los zurdos... no sordos. Luego preparo mi santuario.
Junto a la computadora no pueden faltarme la Ranitidina y el café. Esa pastillita mágica que calma, no solo la acidez del caliente negrito de la taza, sino, además, el estrés de una profesión llena de adrenalina y sinsabores, pero amada hasta la muerte con el mismo ardor tragicómico del teatro Isabelino.
Digo que la cafeína es mágica. No solo nos quita el dolor físico de cabeza. También nos prepara para enfrentar el día, con el ímpetu necesario, y no infartar cuando el ómnibus de mi ruta no pasa a su hora y rayan de rojo al tigre; la cola de la placita está de «¡huye pan que te coge el diente»; la empleada de la tienda, limándose una uña, te maltrata; o el bicitaxista, ese personaje de la picaresca de estos tiempos, en lugar de cobrarte la carrera, te quiere casi vender su bicitaxi.
Frente a mí coloco el último libro de Galeano, Espejos, antes de tirar mis palabras y predecir el futuro. Quiero mirarme en él cada vez que «me crea cosas». Y saltan, entonces, sus relatos, como los caracoles de un perfecto Babalawo, queriéndose contar por sí solos, por predecir el destino de la América. Afirma que sus historias no son pequeñas por extensión, sino porque le encanta mirar el universo a través del ojo de la cerradura, es decir, descubrir las grandezas desde lo más chiquito. Y pienso que ello se suma a lo de la gloria que habita en un simple grano de maíz.
Comenta el uruguayo: «Allá en mi infancia yo estaba convencido de que todo lo que en la Tierra se perdía iba a parar a la Luna, pero... los astronautas no han encontrado en la Luna sueños peligrosos, ni promesas traicionadas, ni esperanzas rotas... si no están en la Luna ¿dónde están? ¿Será que en la Tierra no se perdieron? ¿Será que en la Tierra se escondieron y están esperando... esperándonos a nosotros “los humanitos”?».
Característica propia de su prosa es esa: no cerrar la puerta totalmente a la utopía en un pesimismo sin destino; dejar siempre un resquicio, como el mismo ojo de la cerradura, por donde mirar, y encontrar, lo que de bueno todavía nos queda. Y Galeano da por sentado que no hay otro sitio más que nuestro mismo imperfecto entorno donde buscar y hallar esos sutiles ríos subterráneos y salvadores, desde la más simple frase amorosa hasta la acción mínima, capaces de irrigar la aridez material y espiritual que, a veces, nos asfixia.
Allá los agoreros que se cocinan en la falacia de que este país no se mueve. Que vengan y vean cómo se cuece el barro, con el polvo y el sudor de tanta gente, por rozar el horizonte. Allá los que nos sueñan como un apéndice y mueren bajo su propia ponzoña envenenada de muerte.
Decía Galeano, en un discurso al comenzar este milenio, que la Carta Magna de la ONU debiera incluir el derecho a soñar. Derecho que hay que defender, digo yo, aunque no esté escrito; sobre todo los cubanos.
Soñar con un tiempo en el cual no falte el café en la mañana; el ómnibus pase a su hora y a nadie le pasen raya roja; que un salario digno anide en el bolsillo del obrero y no en el del truculento pillo vendedor de la calle; que las papas o los vegetales no estén más en los televisores que en las mesas; que los funcionarios funcionen de verdad y el burocratismo sea, al menos, atenuado; que la fraternidad brille por encima de los pensamientos mezquinos y no ofendamos a Martí citándolo para, después, no cumplir con lo que ordena desde el amor a la patria; cuando se confundan deber y alegría por regresar siempre a esta misma escena, mientras la sinfonía que somos se escape de los rígidos atriles de la orquesta por dar un Sí Mayor que pueble el aire, que erotice el alma común y nos haga amanecer sin sobresaltos.