La primera vez que ofrecí todas mis vísceras a alguien que las necesite, recordé con estremecimiento la Canción del Sainete Póstumo del febril Rubén Martínez Villena: «Yo moriré prosaicamente, de cualquier cosa (¿el estómago, el hígado, la garganta, ¡el pulmón!?)...».
No es necrofilia, pues reviento de ansias vitales. Villena y tantos poetas me afiliaron al club de los displicentes burladores de La Parca. Lo que me ocupa hoy es la filosofía de un donante potencial de sus órganos, que pretende perpetuarse en vaya a saber quién; por aquello de ser desprendido hasta la muerte... y después de ella, cuando con su aquiescencia le desprendan uno de esos miembros para salvar otra vida. Quién sabe dónde uno seguirá lidiando...
La primera vez que me declaré oficialmente donante (¡oh, vísceras mías, ojalá no compliquen a alguien!), fue todo muy rutinario, como si no estuviera apostando a la generosidad postrera. La empleada de las oficinas del Carné de Identidad, luego de comprobar mecánicamente mis generales, desmontó mi anatomía en un santiamén, como se tasa una res: estatura, peso corporal, piel, ojos... En el apuro de concluir la libretica de ciudadano, con una fila atrás de ansiosos por inscribirse, súbitamente la mujer me preguntó: ¿Está dispuesto a ser donante de órganos? Así, sin explicarle nada a un joven que, en su fantasía, ya se imaginaba en un cepo medieval, presenciando cómo le extraían un riñón con cuchillos de carniceros.
Puede mover a risa (¿por qué no, si la muerte es ajena hasta el instante en que te guiña?); pero es muy serio. Porque a tantos años, pienso que aquella señora, agobiada en confeccionar carnés, subestimó el instante de la pregunta, el momento de tan honda decisión. No fue capaz de transmitirme lo que entrañaba de altruismo aquella asunción de extender la vida en otros, sin esperar nada a cambio. Era pedir mucho. Y estampó el cuñito, como si fuera un modelo para un trámite burocrático aquel fallo tan definitivo en el tribunal de mi propia vida y mi propio cuerpo.
Días atrás, seducido por el trasfondo altruista de la trasplantología y las donaciones de órganos, navegué por ignotos mares de Internet hasta bucear como un arqueólogo en una ya vieja noticia de BBC, de octubre de 2005, que pudo haber cambiado este mundo absurdo, y lamentablemente no lo estremeció:
El niño palestino Ahmed Ismael falleció en el hospital de Jenin, en Cisjordania, luego de recibir varios disparos de soldados israelíes, que al parecer confundieron su arma de juguete con una verdadera. Una bala había atravesado su cabeza y destrozado gran parte de su cerebro. Iba a morir inminentemente. Y su padre, Ismael Khatib, ofreció los órganos del hijo: los riñones, el hígado, el corazón y los pulmones de Ahmed fueron trasplantados a cinco niños y a una mujer del país ocupante. «Todo el mundo planta una rama de olivo como símbolo de paz —argumentó—; yo he plantado los órganos de mi hijo en los niños israelíes, y este es mi símbolo de paz».
Me ha marcado tanto la historia del niño palestino y la ofrenda filial, que la propondría al porvenir como una de las grandes noticias de la Historia. Y como la parábola del sentido de la existencia humana. Pero ya en lo personal, la almendra que subyace en el relato me ha confirmado en la inveterada militancia de donante potencial.
Por estos días, cuando el voraz contrabando de órganos chorrea sustanciosos dividendos a los mercaderes de este mundo, supe que en más de 30 años, 4 000 cubanos han sido trasplantados con órganos y tejidos. Y ha sido posible gracias a que muchos compatriotas, en su momento, aceptaron darse a los demás, en el sentido más literal de la expresión. Y gracias también a que muchas familias han sabido ser fértiles en su dolor y sus pérdidas.
En algo tan afín como la donación voluntaria de sangre, Cuba ocupa también lugares cimeros en el mundo. Y el último capítulo de la suprema esplendidez es el proyecto de constituir en el país bancos de leche materna, donada por madres para niños con bajo peso al nacer, desnutridos, y cuyas progenitoras no puedan lactar.
Adónde llegará la trasplantología, no sabemos a ciencia cierta. Pero el estamento superior de la condición humana será siempre trasfundirse en los demás, multiplicarse y perpetuarse en alma y cuerpo: biología pura y ecuménica sin fronteras ni exclusiones, como sustento de la vida. Desde la millonésima partícula de una célula podemos vencer el ancestral egoísmo.
Ojalá algún día la ciencia descubriera, si es que existe, el gen, la raíz o el órgano que segrega la bondad y el desinterés. Lo inmediato sería clonarlo multitudinariamente, ante el sepulcro definitivo de los mercaderes y usureros de la muerte. Pero antes habría que patentarlo con un nombre: Ismael Khatib.