La historia que contaré es tan socorrida, que pudiera haber ocurrido dos años atrás, hace tres meses, o ahora mismo. La conozco al dedillo, de tantas veces que me acecha en ca- sos que atiende la sección Acuse de Recibo. Es casi el mismo libreto, y solo cambian escenarios y protagonistas. Pero es real en Cuba hoy. Y eso me sobresalta a veces...
Digamos que en determinado sitio las cosas andan torcidas, y ya los sufrientes del mal han quemado las naves infructuosamente. Retornan de una desgastante expedición por todos los trámites institucionales posibles. Una expedición que anda al pairo de aquí para allá, sin alcanzar las riberas de la solución.
Entonces, esos impacientes náufragos escriben a Acuse de Recibo u otras secciones de correspondencia de la prensa cubana, en una especie de motín a bordo. Se revela el episodio en papel y tinta como un fiel diario de navegación. Y allá van desde todos los despachos los ojos de arriba, que antes no vieron ni sintieron, a mirar con lupa el episodio y a tirar del desenlace como impacientes remolcadores.
Comisiones e investigaciones, y al final la respuesta de que ya fue resuelto el problema, muchas veces sin explicar por qué el mal se originó y perduró. Ya, tranquilitos todos, que ya se resolvió... como si la gente no pensara y no supiera que detrás de cada historia hay mil razones profundas.
Lo otro es la sentencia final de los superiores en el juicio a bordo. Por lo general llueven como tifones las medidas «arráncalo todo»: sanciones a diestra y siniestra, en muchos casos separaciones definitivas de los actores principales del drama que aquellos, los de arriba, no supieron o no quisieron descubrir antes. Deshacerse de los traviesos a quienes se les permitió todo, esos hijos díscolos a quienes no su-pieron formar ni controlar; porque el hogar estaba desordenado. Vaya a saber, en ciertos casos, qué ejemplo daban los cabezas de familia.
Sí, como el inmenso viejo Gómez dijera de los cubanos que nos pasamos o nos quedamos cortos, observo que en muchas historias del mal, el tratamiento galopa expeditamente de dilatadas permisibilidad e impunidad, al súbito toque a degüello. Hay directivos y administrativos en Cuba que creen resolver los serios problemas de la disciplina y la gestión de una entidad reciclando personas constantemente, como servilletas al uso. Y el mal de fondo perdura: ni siquiera lo pellizcan en esa retahíla de expulsiones y sanciones.
A la tremenda actúan entonces quienes no supieron comandar bien la nave. Y uno se pregunta si así el país podrá alcanzar la disciplina y el rigor que tanto necesita para salir adelante en medio de tantas turbulencias y acechos de afuera y adentro.
En varias ocasiones he defendido el criterio de que urge buscar concienzudamente, en las trabazones de nuestras estructuras económico-sociales, las raíces profundas del desentendimiento y el desinterés por el trabajo y todos sus corolarios: la calidad que es el respeto según el Che, la legalidad, el sentido de pertenencia... y actuar en consonancia buscando los mecanismos que incentiven todas esas premisas tan necesarias para el avance de nuestro socialismo.
Pero, en tanto, no podemos permitirnos el lujo de la impasibilidad, de ver deformarse gradualmente a personas que podrían ser útiles y eficientes, para al final, expulsarlas y sustituirlas por otras que, a su vez, se contaminan con el mismo virus que flota en el ambiente.
Cada trabajador o administrador expulsado es una derrota de nuestro sistema empresarial. A nuestros directivos algún día habría que analizarlos por el éxito o el fracaso que tengan en retener y salvar seres humanos. Lo otro es un vicioso reciclaje que no mira al fondo.