Yo no creía en los duendes hasta el pasado sábado. De niño me levantaba a revisar los zapatos por si a alguno de ellos se le había detenido su despertador de cuerda y estaba dormido entre mis calcetines. Mas, nunca lo encontré, y me di cuenta, con los años y esos palos que te da la vida, como a Fayad Jamís, que solo existían en los libros de cuentos, que era su hábitat la literatura y el corazón, y tratar de encontrarlos fuera de allí era solo un desvarío.
Pero ese sábado me cambié los lentes. La tropa de tecleros de Juventud Rebelde había decidido reunirse en Ciego de Ávila para sembrar, también aquí, el germen del optimismo sin necesidad de que sea programado o previsto.
Duendes de distintas edades se congregaban en el Museo de Artes Decorativas para tejer una mágica red, con esos invisibles hilillos que brotan del alma, para ensartar un collar único de sintonía: compartir lo que nos dejó como herencia colectiva El Principito, lo esencial, eso que no se ve con los ojos, pero que es lo que permanece.
Escuchar los testimonios allí de «viejos tecleros» fue muy estimulante. Fue darse cuenta de la necesidad que tiene la gente, más allá de la imperativa realidad cotidiana de si sacaron el detergente o vino el café a la bodega, de comunicarse y hacerlo a través de las bondades, de compartir un pequeño fragmento de un escrito, un verso o apenas un destello de eso que puede mover al mundo y que, a diario, nos escatimamos: una sonrisa.
Allí, con sus ocurrentes décimas, estuvo Iván, de Holguín, el llamado Teclero Andante que todo el mundo identifica como «Cañón», por una simpática estampa que siempre declama; toda una legión espirituana que vino a darle sangre a este primer impulso avileño para que el latido no sea efímero; Nayvi, con su aire de pequeña gacela, engarzándolo todo para que fuera, no una cadena, sino un lazo de afectos la cita; y Mileyda, la del Sexo Sentido que atrapa a más lectores con sus consejos cuando, de tú a tú, nos conmina a preguntar sin pena cualquier cosa por disparatada que parezca.
¡Qué decir de Enma Mayorales, la avileña de la Edad Dorada que no cree en los cepos de los años y vino a hablar de su «club» de amigas con artritis, marcapasos y algo de Alzheimer, pero con el espíritu de 20 años! O el de Raiza, la veterinaria que, desa- fiando las inclemencias del transporte, primero se fue al pre Nereida a ver a sus tecleritas, y, después, llegó hasta la peña recién abierta a hablar de su fidelidad a Guillermo, el Duende Mayor que mereciera un monumento en un parque de La Habana por crear una sección en un diario que tanto bien ha hecho, pero que ya tiene su pedestal desde la constante memoria de sus seguidores.
Y, entre tanta gente hermosa, el Duende, que sostiene humildemente las amarras para que este ágape se mantenga a través de esas páginas con la misma vocación «guillermiana» de hacer que, poniéndole a las cosas un poquito de amor cambien sus tonalidades y relumbren al sol como esa palangana vieja sembrada de violetas en una canción; ese lucero atrapado en un caracol vacío y ese cocuyo en una botella rota, cuando todos queremos que al cementerio nos lleven como alita de cucaracha camino hacia el hormiguero.
¿Pero dónde está el secreto mayor de esta cofradía? En que nadie la dirige y la dirigen todos, en que no existe planificación alguna y es el alma colectiva de este país y de sus gentes quienes trazan el camino de cada encuentro.
¡Ah, si las teclas y los duendes se multiplicaran como el milagro de los panes y los peces! De seguro sentiríamos el aroma de lo imposible como posible; lograríamos una terapia nacional como la que hace rato necesitamos para que, como el enanito de Silvio, logremos, finalmente, trocar todo lo sucio en oro; no el fatuo, sino ese que relumbra desde lo más recóndito de noso- tros mismos para sentirnos mejorados; gente nueva.