Una carta procedente de Santa Clara ha modificado mis intenciones. Me proponía seguir reflexionando acerca de la agricultura y la tradición campesina en Cuba, cuando me entregaron el mensaje de Margarita C. López Caballero, que me pide, entre afirmaciones muy sabias: «escriba un artículo que nos levante el espíritu».
Margarita, de 75 años, me sorprende y me exalta, y conmigo a mis colegas. Aquellos que descalifican el papel del periodismo, hallan la más contundente rectificación en la carta de esta hija de inmigrantes españoles, nacida en La Habana y que se siente cubana, aunque sus padres hayan muerto en Estados Unidos.
Esta mujer, nutrida de experiencias, aparentemente cansada de ver las mismas cosas, recurre a un periodista para afirmar, consolar, entusiasmar, galvanizar el ánimo decaído. Pero en su carta se confirma una verdad mayor que algunos suelen no tener en cuenta: la gente ve, juzga, sufre, se anima o se desanima, y recurre a un periódico para pedir, al menos, una razón para la esperanza. Es decir, que la realidad no es como a veces quieren verla ciertos programadores, o como las estadísticas la definen, sino más complicada. Porque la política —y este concepto es de Fidel— no debe trabajar con números. Más bien, con ideas, sentimientos, reacciones y actitudes. Personas, en fin.
¿Estaré apto, Margarita, para escribir esas palabras que azucen el entusiasmo, que fortalezcan el patriotismo, la fe en las ideas más puras de la Revolución?
He de responder esta pregunta, dirigida más a mí mismo que a mi corresponsal, utilizando mi vocación periodística como argumento. Margarita, acumulo casi 40 años escribiendo para los medios; he repetido de mil formas distintas las mismas ideas, que considero propias del ideario de la Revolución. Y no me he cansado. Continúo echándole aire a mi esperanza, a mi confianza en que Cuba, cuya historia ha sido una suma de obstáculos, puestos desde dentro por errores de cubanos y puestos desde el extranjero por diversos enemigos que, a la larga, han sido los mismos, aunque se hayan turnado en su dominación o en sus intenciones de recuperar la Isla —el archipiélago— que una vez dominaron.
Estoy convencido de que cansarse implica bajar los brazos: convertirse en un frustrado. Y yo, a quien, como a usted, Margarita, enseñaron en la escuela a respetar y amar a la patria, sigo un principio: es más digno morir intentando la utopía que vivir decepcionado.
Usted también me pregunta si podrá vivir tanto más como para ver que los cubanos lleguemos a aprender que la pintura para maquillar un edificio es inútil si los cimientos están lastimados, o que alcancemos a saber que antes de construir un acueducto se necesita echar, o reparar, las tuberías, o que antes de correr es preciso gatear. Lo que viva usted o cada uno de nosotros es por fortuna relativo. Lo básico es lo que hagamos por el país mientras bombee eso que Raúl Roa llamó «el músculo primo». Me parece que, con su carta, a pesar de su carga crítica, está usted actuando a favor de nuestra sociedad. Con entereza, usted se queja, se lamenta de que los errores nos acompañen y que la rectificación demore.
Tal vez, al hacer pública esta carta de una mujer de 75 años, esté el periodista ayudando a escribir el más animoso de los artículos. Usted, Margarita, lucha, se expresa, se lamenta. Y ello es señal de vida. No siempre la queja es la prostitución del carácter, como ha dicho Martí. La queja, como la palabra, presenta gradaciones, matices: a veces es la expresión de la debilidad, pero también la señal de que la vida se resiste a apagarse o a ser vencida.
Dos causas tenemos en común: preservar la independencia política; evitar el «no trespasing», el infamante inglés de nuestra infancia. Y garantizar la justicia social; es decir, igualdad, equidad, pero en el bienestar producido por el trabajo y solo por el trabajo. Ambas causas están unidas: el bienestar apuntala la independencia; la independencia asegurará el bienestar con igualdad y equidad. Pero parece que es difícil. Y quizá a algunos no les conviene ese ideal conjunto.
Al menos sabemos que a los gobiernos norteamericanos del último medio siglo y a quienes se sientan a su mesa, no les han parecido convenientes esas aspiraciones de nuestro país. Y tal vez tampoco les convenga a cuantos viven entre nosotros viendo la vida como una feria de río revuelto en la que logran pescar un bienestar espurio o un poder cómodo. Por ello, dejan picar la bola... como para perder el juego.