EL título de estas letras no surgió como parodia a uno de los mejores libros sobre nuestra guerra de liberación.
Viene a esta columna a manera de preocupación por esa moda tan calurosa que algunos quieren potenciar e imponer en lugares públicos: la de andar exhibiendo la pechuga y el contra muslo —mejor dicho, el pecho y el contrapecho—, como hacen los pavos comunes cuando ven a la hermosa guanaja de sus sueños.
Unos se encargan de levantar hierros y piedras para inflar los músculos o musculitos antes de exhibirse; otros se ponen a la vista despreocupada y esqueléticamente, con los omóplatos como cuchillos. A fin de cuentas, qué importa, no son armas blancas.
Cualquiera pudiera defender que en un país tan tropical como Cuba, donde a veces parece que el Sol nace en nuestros propios bolsillos, no debe alarmar que decenas se refresquen quitándose la camisa y hasta el mismísimo pellejo a cualquier hora del día.
Sin embargo, hay sitios y «sitios». No es lo mismo enseñar el torso sudoroso en una esquina despoblada de «Remanga la Tuerca» que en la populosa Rampa capitalina. No es igual descamisarse para arreglar un auto roto a orillas de una carretera que hacerlo «por amor a la piel» para ir a la bodega.
Que se sepa, la modernidad aún no ha abolido normas elementales de la convivencia social ni ha decretado el retorno a la época de desnudez bárbara, desprejuiciada y «sabrosa» de los neandertales. Aunque... con las cosas que se ven uno nunca sabe.
Hay quienes, incluso, se han despechugado en concentraciones públicas, a la vista de todos, sin que nadie le diga ni papa ni boniato. Tengo como ejemplo reciente la escena de varios individuos que se pasearon a tetilla desnuda por una céntrica calle de cierta ciudad oriental, ¡en pleno carnaval!
No olvido tampoco a unos muchachos «mechadores», que anduvieron en bicicleta toda una tarde de aquí para allá por una céntrica avenida, tapados únicamente en las «partes bajas».
Ese es, tal vez, el lado más inquietante en esa tendencia a la exteriorización de la sofocación: el de la indulgencia colectiva, el de la ocasional tolerancia de autoridades y ciudadanos.
Porque cuando se habla a chorros de la indisciplina social, con frecuencia se recurre a un lenguaje abstracto, como si su contención estuviera en el líquido de frenos, en una palanca de emergencia, o en las invocaciones generales a la conciencia y la moral. Y no hay quien le ponga, en el enredo, el cascabel al perro ni el bozal al gato.
También se incurre en el yerro de englobar como insolencia únicamente para la sociedad solo aquello
extraordinario: las pedradas a un cristal, el imprevisto boxeo callejero, el «Güenseslandy y Yumisisleydis U.P.S.», rotulado en la pared de un tren lechero. Y aquellos actos en apariencia menores, como la vocería en un solar o los mencionados descamisados frente a las masas —grandes o pequeñas—, se pasan por alto, sin aplicar remedios.
Al respecto, trota ahora en mi memoria el caso de un pueblito, en el que varios individuos hacían gala de sus torsos en las afueras del único restaurante de la localidad.
El jefe de sector de entonces los llamó uno a uno, pausadamente, y los exhortó a deponer los cueros; es decir, a vestirse. Se acabaron los descamisados. Aunque al cabo del tiempo el agente se marchó y retornó la indisciplina.
No obstante, mientras esta comience a dar peras sin peros habrá que ir pensando en una manera de entrar en cintura, o mejor: en camisa (disculpe usted señor pulóver, también está invitado) a los descamisados impúdicos. Claro... no solo a ellos.