Algunas niñas cubanas parecen una Bratz, mal que nos duela a quienes vemos cómo le acuchillan la inocencia con extemporáneos trapos y maneras.
Las Bratz son, desde un hace tiempo, las muñecas entronizadas en el imaginario mercantil de un público cautivo —primero occidental, luego planetario—, arrobado, no imagino cómo por más que las mire, por estos «juguetitos» con pinta de mujercitas.
Destronadoras en el nada firme mercado de las Barbies —su contrapartida rosa, incluso filorracista, pero al menos algunos diseños guardan mayor semejanza con una niña—, las Bratz comenzaron su franquicia hacia el 2001; y de entonces a acá han vendido decenas de millones de unidades.
Como me aseguraba un amigo especializado en el tema, al cual consulté, además de generar superganancias, son defensoras a ultranza del establishment y creadoras de hábitos de consumo, para lo cual en el giro se valen de todo un ejército de psicólogos, diseñadores, especialistas en mercado... en pos del objetivo fundamental de conquistar mentes y corazones infantiles y adolescentes.
Alrededor de tales muñecas se ha consolidado toda una industria pseudocultural, relacionada con la confección de ropa, maquillaje, videojuegos, bicis-bratz, muebles, radios, computadoras y animados.
Existe la variante Baby Bratz, representativa del período infantil de las «criaturas»; y las más exitosas, que —créanme, no exagero una pizca— suscitan paroxismo y adicción entre las niñas del planeta. Porque, pienso, una adolescente del tipo duro, como el modelo del cual se nutren, estará interesada ya en otras experiencias lúdicas.
Obsesionadas con la moda (ropa, peluquería, maquillaje, complementos), las Bratz se sustentan y alimentan en un prototipo de niña-adolescente de clase media, totalmente enajenada del mundo: exactamente el modelo preconizado, anhelado, soñado por los santos patrones del consumo (y la política).
Aunque hay una serie de animación y se han preparado varios largometrajes inspirados en estas muñequitas-mujer hechas al calco de esa emperifollada y abstraída adolescente norteamericana de baile de graduación dispuesta a todo después del primer trago, el que más respaldo financiero y distribución alcanzó fue el filme de 2007.
Exhibida en nuestros cines y en la televisión nacional, de la horripilante Bratz, la película, el crítico mexicano Pablo del Moral escribió:
«Casi me dan ganas de iniciar una feroz diatriba contra el estilo de vida que promueve la cinta, y la desvergonzada tergiversación de los valores humanos que defiende. Pero solo revelaría estupidez de mi parte, ya que el problema no es la película, sino el entorno social que la ha hecho posible».
Lo doloroso de esto es cómo ya las Bratz se han erigido en referente para la moda de niñas de enseñanza primaria en nuestro país, a quienes visten a su imagen y semejanza, con labios y uñas pintados con tonos negros, botines, vetas en el pelo, escotadas blusitas para un escote sin pecho...
De la sarta de boberías que se aprecian diariamente en la calle, una más no extrañaría; pero esto es simple y llanamente ominoso. Sin ser padre de tales criaturas, se apoderan de uno sentimientos de culpa al verlas así disfrazadas.
Uno se lamenta, al apreciar en ellas el grado de desorientación de sus progenitores; su ausencia de antídotos culturales y de valores para sobreponerse al virus de la «banafrivolidad».
La época de las batas, cintas y lazos infantiles desapareció de nuestro entorno, por desgracia, es cierto; pero al menos los tan lights mamis y papis (¿o mejor mon and daddy) podrían apelar a formas más atinadas de vestirlas, acordes con su edad y dimensión biológica.
Ya tendrán tiempo de sobra para ser mujeres en su día: ¡Si les permitieran ser niñas!