Yo era de los que, cada mayo, moría por comprar un regalo a mi madre. Pasaba meses ahorrando el dinero que ella misma me proveía semana tras semana para que mitigara el apetito de dinosaurio, incubado en un becado adolescente.
Llegada la madrugada del Día de las Madres acudía junto a mi hermano al mosquitero de otro cuarto a cantar felicidades y a entregar el tesoro comprado con mil cálculos previos. Pero una vez, 36 horas antes de la fecha sagrada, me vi sin presente alguno y, como no había nada «decoroso» en la tienda de mi barrio, fui corriendo a pleno sol hasta otro pueblo, en una suerte de minimaratón de cuatro kilómetros. Regresé con la ofrenda (un frasco de perfume, un metro de tela y unas flores) como quien retorna victorioso de un suceso épico, y la oculté hasta consumar el rito madrugador ese domingo.
Creí entonces, hinchado, que debía contar a mi progenitora la circunstancia excepcional de aquella entrega. Se alegró, por supuesto. Sin embargo, lejos de soltar el elogio esperado nos salió, como en otras ocasiones, con una arenga cariñosa sobre el comportamiento diario, las calificaciones escolares y la relatividad de lo material. Remató la charla con una máxima: «La felicidad no se mide por un regalo de domingo».
Tuvieron que gotear varios años del almanaque para llegar a comprender la esencia de esa frase que encierra una filosofía sobre la ventura materna, esa afincada en los detalles cotidianos que con frecuencia no alcanzamos a entender los hijos.
Vale poco que la agasajemos con estrellas en una fecha marcada si galopamos buena parte del calendario con las brújulas confundidas. Poco vale conseguirle en mayo un asteroide a nuestra madre, si el resto de los días le traemos quebrantamientos, amarguras o «peleaderas» injustificadas.
Una madre no ha de convertirse, como sucede a veces, en símbolo coyuntural que nos haga consumir tarjetas postales de cualquier color, gastar monumentales cantidades de tinta de impresora con versos cursis (o selectos) y comprar, incluso, aquello que nadie miró en las tiendas durante un año. Una madre no ha de ser una circunstancia de la cual nos acordemos por decreto o porque alguien sugirió que existe una fecha para reunirse con ella y la familia.
Por cierto, si algo parece irracional el Día de las Madres es que en esa ocasión hagamos la fiesta inmensa nosotros mismos, con tragos pendencieros de todos los tamaños, casi siempre a contrapelo de los verdaderos deseos de nuestras progenitoras.
Acaso todos los días del mundo deberían ser de y para las madres, para procurarles siempre y no eventualmente pétalos vivos, espumas ardientes, poemas anchurosos, manantiales de flor.
Es microscópico el gesto de colmarlas de cuentos y risas un domingo cuando antes hemos sido razón de tormentos. Es minúscula la acción de acudir con flores rojas y solemnes a visitar su silencio, desde el cual nos mira eternamente, cuando antes hemos olvidado su consejo nervioso y utilísimo sobre la existencia, los yerros, el tiempo y los caminos.
No estoy en contra de los regalos espléndidos de este domingo. Pero la dádiva debería demandar que interpretemos, a priori, que una madre traspasa las fronteras de lo terrenal y lo tangible. Que ella va más allá de ser almohada y refugio en que desembarquemos secretos y pesares; una rodilla en que recostemos la nuca cansada; un rayo potente en esas tenebrosidades que todos tenemos y tememos. Una madre ha de ser siempre más que la hoguera donde quememos la leña de nuestro infinito amor.