Hace un lustro lo conté en esta página: cuando tenía 25 años y creía, ilusamente, que la vida no me deparaba más sorpresas abracé por primera vez a José Martí.
Fue un encuentro asombroso. Estaba ojeando un viejo periódico y en un artículo de Luis Hernández Serrano vi al Apóstol. Andaba esa vez muy pobre, sin etiquetas, aunque pulcro. Traía la capa prestada, los zapatos remendados, la camisa zurcida y un modesto saco.
Lo miré tan terrenal que lo sentí dentro de la marea de mis venas y en los sonidos mismos de mi pecho. Antes —ya por textos, ya por las lecciones académicas—, el Maestro idolatrado se me antojaba un lejano astro inalcanzable, un prócer cuyo dibujo tradicional se resumía de este modo: sufrió presidio, resistió el exilio, escribió poemas, pronunció discursos y murió, frente al sol, en Dos Ríos.
Desde ese saludo al Hombre lo advertí en muchos más lugares: en una hoja de almendra, en el cuello de la luna, en el sombrero enfangado del labriego, en un pedazo de cristal, en el saludo risueño de un niño...
Y si a la vuelta de cinco años refiero de nuevo aquel abrazo mágico es porque creo que abona algunas lecciones que desbordan el plano personal. Martí, como otros, a menudo ha sido desvestido de sus flancos humanos, de sus anécdotas preciosas de persona imperfecta, llena de brillos y amores.
¿Fueron nuestros patricios seres celestiales como los dioses griegos? ¿Por qué no los arropamos de sus virtudes y entendibles yerros? ¿Por qué no reparamos en los detalles «menores» de sus vidas, esos que los hacen grandes y ejemplares a los ojos de cualquiera de este tiempo?
No son incógnitas nuevas. Sus respuestas tampoco lucen estar en el cosmos. Desde hace mucho se viene hablando en Cuba de contar, no solo en las aulas, la historia más humanamente, sin caer en chismografías o nocivas banalidades; pero ese deseo parece congelado en los ajetreos de la dura cotidianidad, en el facilismo de las rutinas o en la aspiración de resaltar, primero que todo, lo «épico y lo glorioso».
Así hemos ido restringiendo o agujereando, de cierto modo, el pasado, algo que todavía podemos rectificar antes que el reloj nos pase factura.
Lo bello y lo glorioso en la vida de Martí, por ejemplo, habitan, además, en las relaciones complejas y tiernas con los suyos, en cómo supo no apagarse en la lejanía, sobrellevar las incomprensiones de su familia, de su esposa... sortear las discusiones con los pinos viejos y levantarse, como hidalgo luminoso y capitán preclaro, por la tierra amada.
Desde hace años, también, andamos procurando no convertir los hechos históricos y a sus personajes en referentes circunstanciales de una efeméride. Con frecuencia —duele decirlo— ha sido un anhelo sin pista de aterrizaje.
El propio Martí, Héroe Nacional, viene casi siempre cubierto de metáforas y canciones en enero o en mayo. Su voz, sin embargo, debería sonar cada día en esta tierra. Su antorcha debería iluminarse más allá de una conmemoración solemne.
Necesitamos verlo, como al índice protestante de Baraguá, en cada minuto de esta era, con sus ideas clarividentes; verlo en carne y hueso, galopando en su corcel de viento y espuma, de acero y patriótico fuego eterno.