José Martí y Máximo Gómez
Manifiesto de Montecristi
Cuando en el discurso por los Cien Años de lucha del pueblo cubano, Fidel expresaba en La Demajagua, el 10 de octubre de 1968, que nuestra Revolución es una sola, desde Carlos Manuel de Céspedes hasta hoy, no hacía sino confirmar lo que los hechos demostraban a lo largo de ese siglo: el ansia de libertad que se alberga en el alma de las sucesivas generaciones de cubanos, y que nos ha llevado siempre a la disposición de inmolarnos en el ara de la patria digna a la que tenemos derecho.
La palabra «Revolución» ha entrañado siempre para nosotros el camino del cambio integral e interminable hacia el ideal de república que dibujaron en el horizonte los Padres Fundadores, enriquecido con lo mejor de la experiencia universal, donde la política se elevara a la acepción martiana de «arte de hacer felices a los hombres». De ahí que haya sido tajante la respuesta de Fidel al producirse el golpe militar de Batista, el 10 de marzo de 1952: «¡Revolución no, zarpazo!»
Las revoluciones verdaderas son para los pueblos como las parteras de su historia. En la forja de nuestras ideas revolucionarias se consumieron los mejores cubanos de una época germinal, donde la pluma y la palabra crearon, con el ejemplo de sus mantenedores, el anhelo de independencia y el heroísmo cautivador que darían luego a los ejércitos de la libertad soldados para sus batallas. Y en el crisol de nación que fueron aquellos 30 años de lucha en la manigua redentora y en los destierros, vinieron a la luz los hombres y las mujeres que con las virtudes de sus corazones y el poder de sus manos escribieron con lágrimas, sudor y sangre cada una de las páginas de nuestra historia patria.
En los primeros 50 años del siglo pasado, el fuego de la revolución se mantuvo vivo en el coraje y el honor de los jóvenes que comprendían que en Cuba no se vivía en la república moral anunciada por José Martí, y entendieron que era su deber luchar por hacerla posible, porque las repúblicas no se hacen solas, sino a base de sacrificio, trabajo, estudio, virtudes, errores y rectificaciones sucesivas. Muchos cayeron en aquellos intentos sin poder ver el fruto de sus esfuerzos. Pero en los que quedaron se afianzó el compromiso, reafirmado de nuevo, con los muertos queridos, jóvenes en su mayoría, asesinados en la flor de la vida tratando de realizar el sueño de los que habían caído antes que ellos.
El asalto a los cuarteles Moncada y Carlos Manuel de Céspedes, el 26 de julio de 1953, fue una nueva clarinada mambisa lanzada a los cuatro vientos de la isla para que despertara las conciencias, para que el decoro no durmiera en medio de la podredumbre moral, y la cultura no pereciera ahogada bajo la bota de la tiranía. Era el nuevo aldabonazo de Chibás. Era también el año del Centenario del Natalicio de José Martí, el Apóstol que parecía que iba a morir en medio de tanta afrenta, y que con el influjo de su doctrina ética y libertaria se convirtió en el autor intelectual de aquella gesta. De los jóvenes que cayeron asesinados contra los muros oprobiosos del Moncada no se puede hablar sino como de aquellos otros de que hablara el Maestro: con la cabeza descubierta en señal de reverencia y respeto. Cada una de sus vidas llenas de luz podría iluminar a un continente.
Si en los diez años que duró la primera guerra, surgieron figuras como Céspedes, Agramonte, Maceo y Gómez —cada uno de ellos con grandeza suficiente como para dignificar a la especie humana—, en los casi seis años que transcurrieron desde el Moncada hasta el 1ro. de enero de 1959, un semillero de hombres y mujeres de los cuales deben sentirse orgullosos todos los hombres de buena voluntad que en el mundo defiendan la justicia, enamorados de la historia de Cuba, en ella se inscribieron para siempre por el desinterés de sus esfuerzos: Abel Santamaría, Juan Manuel Márquez, Ñico López, Frank País, José Antonio Echeverría, Camilo, el Che, Celia, Vilma, Haydeé, Melba, Raúl, Fidel...
Tratando de realizar los sueños de los que habían dado sus vidas antes que ellos, estuvieron dispuestos en cada momento a dar las suyas y han dejado a las generaciones que venimos después a la vez nuevos sueños y nuevos y más grandes desafíos en la lucha por la felicidad de la patria que nos conquistaron.
Por todo eso, porque es ya inminente el advenimiento de casi medio siglo de Revolución victoriosa, y porque una vez más andan por ahí los agoreros del Apocalipsis revolucionario, fiando la muerte de la Patria Cubana a la desmemoria de las generaciones nuevas, debemos esgrimir como una espada de luz, ante los ojos de los asustadizos, los oportunistas y los mercenarios, esta profesión de fe lanzada por el Apóstol en su discurso por el 10 de Octubre, en 1891: «Y es lo primero este año, porque ha pasado por el cielo una que otra ave de noche, proclamar que nunca fue tan vehemente ni tan tierno en nuestras almas el culto de la Revolución».