Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

La visión del desagrado

Autor:

Julio Martínez Molina
La noche anterior había sido de sábado, y la despedí a través de unas copas con la esperanza de que al otro día, el único de la semana en que (a veces) se puede pasar una hora de más en la cama, nadie me despertara.

Pero la fe resultó saboteada ante el llamado para buscar la leche, pues en la bodega concluyen su venta a las nueve de la mañana.

Ya allí, rompiendo el día y escupiendo una resaca tipo Hemingway en París era una fiesta, con ese mal sabor a tres bandas entre el vientre, la garganta y la culpa, se apareció una persona, entre 35 y 40 años, con un short tan diminuto que hasta su vello púbico era visible.

La barriga del sujeto a pública subasta, una cicatriz en el pecho de tetilla a hombro, las uñas de los pies sin cortar, el olor a noche de quien aún no ha pasado la cara por el lavabo... Casi toda su humanidad desprotegida y descubierta, a los ojos de niños, mujeres, ancianas...

Quizá mi estómago no le sirva nunca a un cirujano si mi alma reencarnara en uno, pero no tuve más remedio que echarme a un lado y darle luz verde a las arqueadas que motivaron la desagradable visión.

Por un rato pensé que a lo peor mi malestar era obra del alcohol, pero luego me di cuenta que la escena se repite —algo verdaderamente inquietante. A cualquier hora, sin que importe el sitio o el sexo...

La arraigada moda juvenil masculina de usar bien bajo el pantalón para enseñar los calzoncillos —al calco de los raperos norteamericanos— se ha extendido tanto que existen jovencitos que se valen de ello para exhibir la marca de la prenda.

¡Cosas veredes, Sancho!

La pregunta de rigor de quienes tal proceder desaprueban es la siguiente: «¿Y qué necesidad tengo yo de ver eso?». Si alguien la formula delante de uno de estos exhibicionistas de pelvis y marcas, la respuesta podría ser como esta que presencié:

«Ah, puro, deja esa descarga, que en la playa usamos menos ropa».

Mas, él lo dijo: «en la playa». La magnesia no puede confundirse con la gimnasia. Se ha perdido en cierta gente la concepción del momento, el sentido del tacto para saber qué vestuario debe utilizarse según la ocasión.

Hace pocos días la directora de una escuela censuraba, con toda razón, cómo padres y madres llevan y recogen a sus hijos en camiseta, topless y chancletas. Incluso, así asisten a las reuniones del centro.

Días atrás debí tomarme unas fotos de carné y en el estudio de fotografía coincidí con una pareja de recién casados. Ella estaba en su traje blanco de novia, pero su compañero iba en short y camisa de camuflaje —créalo o no—, con el cuello repleto de cadenas de oro. Cero etiqueta, cero solemnidad.

Probablemente él pensara que su andamiaje dorado «burlapararrayos» lo eximía de usar traje, pero —¡vaya sorpresa!— el fotógrafo no aceptó hacerles las estampas así (pese a los billetes que el hombre esgrimía en su diestra).

También existen agentes de seguridad, recepcionistas, directores de teatros, capitanes de restaurantes y otras personas que repiten la correcta actitud del fotógrafo.

Y es bueno que así sea, y que se estimule hasta la saciedad. Exigiéndonos más también ayudaremos a crear buenas costumbres y contribuiremos a detener la pérdida del respeto que ha hecho metástasis en cierta parte de nuestro cuerpo social...

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