«No sirven, están muy empalagosos». Esa fue la respuesta de aquel «intelectual» cuando le mostraron ciertos versos manuscritos, firmados por una poetisa conocida suya.
Tiempo después el mismo hombre tuvo ante sus ojos otros poemas... de la propia escritora; lucían intachables, sin tanta «azúcar». Y, como prueba de su calidad, estaban publicados en una antología distinguida.
El ilustrado, sin embargo, objetó: «Eso no lo escribió ella y si lo hizo: tampoco sirve; voy a hablar para que no le sigan aceptando esas basuras».
La anécdota nos trasluce en su esencia uno de esos males que pueden encontrarse entre intelectuales o labriegos, entre letrados o ignorantes: la envidia.
Nos pincela con brevedad ese sufrir por el bien ajeno, capaz de envenenar la existencia diaria y de llevar a los mortales a cometer los mayores disparates de este mundo.
En toda era hubo envidiosos en la Tierra, desde la época de Caín, quien llegó a matar a Abel, su propio hermano, según las conocidas narraciones bíblicas.
Tal vez vivieron antes que el Megalosaurus, uno de los dinosaurios carnívoros más antiguos. Pero la modernidad parece haberlos reproducido geométricamente con el nombre trasmutado —diría yo— de Envidiosorus ridiculis.
No hay que escarbar demasiado para descubrir en la cuadra o la empresa, en la calle o en el ómnibus, a esos que desorbitan los ojos ante la fortuna del otro; a los que, como la historia del principio, le hallan o le inventan la mácula a cualquier obra... menos a la suya.
Ven sombras y fantasmas a menudo; encuentran peligros en el talento, la luz o la simple felicidad de un circundante.
Empero, el costado más cortante de la envidia asoma cuando esa amargura por la prosperidad ajena conduce a la mencionada conducta de Caín o a la del sujeto del relato, quien, no conforme con descalificar las composiciones de la poetisa, buscó sepultarla por cualquier vía.
El verdadero veneno de este monstruo del alma radica menos en el ansia de igualar el bien del semejante, que en el afán de «serrucharle el piso», de «hacerlo polvo» como quiera.
«La envidia es mil veces más terrible que el hambre porque es el hambre espiritual», decía poéticamente Miguel de Unamuno; mientras Ramón de Campoamor la catalogaba como «la polilla del talento» y Napoleón la veía como «una declaración de inferioridad». Quizá fue Cervantes quien ofreció un concepto más completo al apuntar que esta era la «razón de infinitos males y la carcoma de las virtudes».
Ahora, al margen de definiciones, una observación: hay quienes, sin haber sido rozados por el pétalo de una flor, se han endiosado porque se sintieron envidiados. Tanto menoscaba envidiar como creerse siempre en la boca y los ojos de los demás.
No deseo, porque no viene al caso, proponer fórmulas para salvarse de esa plaga. Acaso sea válido aplicar un proverbio árabe que señala: «Castiga a los envidiosos haciéndoles el bien». Aunque, posiblemente, la mejor receta en esa cuerda la dio el francés del siglo XVIII Jean Antoine Nicolas de Caritat, marqués de Condorcet: «Goza de la vida sin compararla con la de los demás».