Leo esta mañana el reportaje que Dora Pérez y Margarita Barrio publicaron el domingo, con el título «La ley y el ¿desorden?», que es justo lo que Martí aspiraba que hiciera el periodista: mostrar «la verdad útil».
Ahí están el descontrol, la desidia, el ruido, «las trepidantes temperaturas de la conducta humana» —como apunta José Alejandro Rodríguez en la crónica que acompaña el texto de Dora y Margarita. Y también existen las regulaciones que deberían sancionar al ciudadano negligente, pero casi nunca se aplican. No describen simplemente, no se quejan: los periodistas lanzan un ultimátum documentado y previsor.
Estoy de acuerdo con ellos en que este no es un tema accesorio. Si una parte importante de la gente vive con indiferencia, el descontrol y la dejadez pudieran conducir a una sociedad entera desmoralizada. Cuando campean por sus respetos la vulgaridad, el egoísmo y el desprecio a la espiritualidad, el cumplimiento o no de la legalidad es quizá lo menos importante.
Lo peor es la falta de conciencia crítica, la indiferencia o la resignación ante quienes echan la basura en la calle, tiran una lata por la ventana, suben la música hasta enloquecer al vecino o tienen siempre una palabrota a flor de labios. Lo peor es la percepción de que esto pudiera ser la norma y no la excepción, momento en que el asunto se torna violentamente peligroso, porque puede convertir en letra muerta el valor esencial que nos sostiene como nación: la solidaridad. Y sin ella, ¿qué somos?, ¿qué antídotos nos quedan en un mundo centrado en el «sálvese quien pueda» y en el «cada cual a lo suyo»?
En 1917, desde la cárcel, Rosa Luxemburgo escribió a una amiga lo que me sigue pareciendo una extraordinaria lección ética: «Eso de entregarse por entero a las miserias de cada día que pasa es cosa inconcebible e intolerable. Fíjese, por ejemplo, con qué fría serenidad se remonta un Goethe por encima de las cosas. (...) Yo no te pido que hagas poesías como Goethe, pero su modo de abrazar la vida —aquella universalidad de intereses, aquella armonía interior— está al alcance de cualquiera, aunque solo sea en cuanto a aspiración. Y si me dices, acaso, que Goethe podía hacerlo porque no era un luchador político, te explicaré que precisamente un luchador es quien más tiene que esforzarse en mirar las cosas desde arriba, si no quiere dar de bruces a cada paso contra todas las pequeñeces y miserias..., siempre y cuando, naturalmente, se trate de un luchador de verdad».