La pasada semana, mientras esperaba mi turno en un mercado agropecuario para comprar cebolla, alguien a mi lado inició un diálogo con su vecino de mostrador. «Pues, chico —dijo—, si no hubiera sido por la solidaridad de otros países, no sé qué hubiera sido de nosotros. ¿Viste el noticiero? Llegaron los Pastores por la Paz con más donativos. Esa gente nos quiere de corazón y nunca vienen con las manos vacías. Ya te digo, si no fuera por la solidaridad...».
Atrapados por los matices que prometía el asunto, los dos hombres se enrolaron en una extensa parrafada, mientras la cola continuaba lentamente su marcha. Dos palabras marcaban con inusitada recurrencia el contenido de la plática: donativo y solidaridad. Agucé el oído y, al ratito, di con la causa: para ambos interlocutores el concepto de solidaridad se reducía a lo material. Sugerirles la existencia de otras formas de consumarla fue como querer pasarles gato por liebre.
En la calle algunas personas opinan aún como esta pareja de locuaces compadres de compras. En sus razonamientos no consiguen ir más allá de la epidermis. Sustentan un concepto tan rígido del término que los hace perder el sentido de la perspectiva. Porque, en realidad, la palabra solidaridad destaca precisamente por su carácter polisémico.
Por solidaridad debemos entender siempre el sentimiento natural del ser humano de identificarse con los problemas de sus semejantes. No tiene necesariamente que venir embalada en cajas de víveres, ni rotulada en billetes de banco, ni a bordo de un jet cuatrimotor... Muchas veces una frase de aliento pronunciada en momento oportuno tiene más efecto solidario que un cargamento de provisiones.
El caso cubano es paradigmático: en medio de un férreo y obstinado bloqueo, y perdidos los mercados tradicionales, nuestro país no ha dejado de recibir jamás muestras de simpatía y apoyo que lo compulsan a continuar resistiendo, a pesar de las presiones. ¿Acaso no tiene tanta carga solidaria como un buque cargado de petróleo un voto favorable a nuestra causa en un foro internacional?
Eso es con respecto a lo que se recibe de allende los mares. Pero aquí, en el plano doméstico, la solidaridad trasciende la acción samaritana de compartir un plato de comida entre vecinos; va más allá de regalar una muda de ropa usada a alguien que la necesita; desborda el ofrecimiento de ayuda en situaciones de catástrofes naturales...
Pecaríamos de miopes si no aceptáramos como un hecho tangible el deterioro de ciertas conductas solidarias tradicionales. Por ejemplo, ¿cuándo se vio que alguien respondiera con un portazo irrespetuoso a una simple petición de agua por parte de un sediento? ¿Cuántos no se hacen los dormidos para no cederle el asiento a una embarazada en un transporte público? ¿Cuántos no pasan de largo en sus carros por las paradas repletas sin dignarse a recoger a un apurado pasajero?
Ser solidarios no es dar lo que nos sobra, sino compartir lo que tenemos. Apreciamos en alto grado la ayuda material que tengan a bien ofrecernos nuestros amigos en todas las latitudes. Pero también tenemos en alta estima, por lo que tiene de solidario, un apretón de manos, un pronunciamiento favorable a nuestra causa y un gesto de aprobación por lo que somos capaces de lograr entre nosotros mismos.
El término solidaridad no debe enarbolarse como bandera de propaganda y sí como una conducta, como una manera de aproximación al prójimo en estos tiempos en que tanto se necesita. Lo acaba de confirmar la edición XVIII de la Caravana de la Amistad de los Pastores por la Paz. Sus 137 miembros vienen —¡sí!— cargados de ayuda material para un país asediado. Pero, sobre todo, traen a cuestas un mensaje solidario de apoyo moral a nuestra causa. Y, como dijo el reverendo Thomas Smith, uno de sus líderes, «lo hacemos porque Cuba no está sola. La Revolución Cubana es un patrimonio del mundo».