Una amiga de esas casi hermanas que tenemos por ahí, conociéndome como me conoce, me acaba de enviar un chiste por correo electrónico sobre la desmemoria.
¿Debo tomarlo como una lisonja a mis «cualidades» humanas de olvidarlo todo? ¿Pretende darme aliento frente al casi umbral de mi Tercera Edad? ¿O, simplemente, me envía su espejito para que yo me mire en él? No sé. No tengo una respuesta. Pero como yo no soy el único, quiero compartir la sonrisa con aquellos lectores que se asomen hoy, tan desmemoriados como yo, a este leve cristal de palabras. ¿Es acaso el olvido una cualidad o un defecto? Respóndaselo y haga honor a esa frase de Taladrid, que ha taladrado el gracejo popular: «saque usted sus propias conclusiones.»
He aquí el chiste. Tres hermanas de 96, 94 y 92 años de edad vivían juntas. Una noche la primera llenó la bañadera y, al poner el pie dentro, quedó dubitativa y preguntó en voz alta a las otras: «¿Alguien sabe si yo iba a bañarme o acabo de salir de la ducha?» A lo que la del medio respondió: «No sé, deja, subo para ver...» Mas, al pisar un escalón quedó aturdida e inquirió a su vez: «¿Subía yo las escaleras o las bajaba?» La menor de las hermanas, que estaba en la cocina, moviendo negativamente la cabeza, exclamó: «En verdad que vivo con dos niñas olvidadizas. ¡Ojalá que a mí nunca me pase lo mismo! ¡Déjame tocar madera!» Y dando con sus nudillos, sobre la mesa, respondió: «¡No os preocupéis, hermanas mías, que voy, rauda, en su ayuda; solo que antes debo ver quién está tocando a la puerta!»
Dígame un solo lector que no conoce a una de esas enciclopedias vivientes. Ellas memorizan, de la coma al punto, la guía telefónica; son una especie de almanaque en dos patas recordando aniversarios de boda, cumpleaños y defunciones; la misma que le hace a usted sentirse tan mal cuando olvida su onomástico y no puede reciprocar el gesto. Mas yo tengo una fórmula infalible para ello que pudiera ser el próximo premio en el Fórum de Piezas de Repuesto. Si me acuerdo un mes antes, le llamo o le escribo un correo electrónico diciéndole que nadie me puede quitar el mérito de ser el primero en felicitarle «porque siempre te tengo presente en mi pensamiento y en mi corazón». Si se me pasa la fecha, entonces me hago el chivo loco y miento, deliberadamente, al decirle que, como sé que tal día es su cumpleaños (cuando ese tal día fue del mes pasado), «me adelanto en darte mis parabienes». En ambos casos la persona, aunque piense: «¡Que es cara’e guante!», esboza una sonrisa que le indulta a usted del agravio y les hace tomar su despiste como un «defectico de fábrica».
Estudios modernos plantean que la ausencia de memoria es uno de los males de la sociedad contemporánea. Algunos sicólogos exponen que el exceso de tareas diarias, junto al estrés que aporta la modernidad o la falta de ella en pleno siglo XXI, establece mecanismos de defensa para el cerebro, los cuales invalidan todo, o parte de aquello, que, en muchas circunstancias, resulta de segundo orden. En el caso de los cubanos, que vivimos un día a día en la búsqueda de lo que mi abuela llamaba «la chaucha» y ahora vox pópuli se califica como «la lucha por el condumio», la tarea resulta alucinante. Cuestión que se manifiesta, de manera más clara, cuando regresa usted de la bodega y su esposa pone el grito en el cielo: «¿¡Pero se te olvidó el aceite!? ¡Pues mira a ver si cocinas tú!»
El propio Martí, tan ocupado en la tarea primera de la independencia, se autocalificó en sus propios versos: «Ella dio al desmemoriado una almohadilla de olor...» y con todo y eso de la fragancia nada le salvó: «...Él volvió, volvió casado, ella se murió de amor.»
Uno de los capítulos más impactantes de Cien años de soledad resulta aquel en que Úrsula Iguarán, matriz espiritual de la familia de los Buendía, tiene que colocarle carteles a todo en el pueblo para luchar contra el olvido.
¿Acaso García Márquez pretendió, en un alarde freudiano, anunciar la actual era del Alzheimer como una manifestación humana degenerativa? No. Pienso que aludía a asunto de más sustrato; al peligro del desarraigo y el olvido de la identidad de los pueblos latinoamericanos frente al vasallaje colonizador, quizá como premonición inconsciente de la amenaza que, en tal sentido, implica hoy el fenómeno de la globalización para el continente.
Lección notable esta, si entendemos que, en nuestro caso, perder la llave de la casa o el recibo de la luz no resultan trastornos meridianos frente a otros extravíos sociales más profundos como la ausencia de algunos valores que, por genes de nuestros abuelos, nos hacían un pueblo lleno de laboriosidad, buena educación y generosidad por mayoría.
El abanico actual de los malos ejemplos tiende a abrirse desde el ciudadano que se cree lleno de derechos y vacío de deberes; el «funcionario Inca (pacitado)» para dar solución a un asunto que no requiere de grandes decisiones ni recursos; el trabajador que ha borrado su background de eficiencia y hace globitos con sus compromisos laborales; o la discapacidad de muchos de nosotros los cubanos para colocarnos en el lugar del otro, del afectado, y respirar desde sus propias frustraciones y necesidades...
Las excepciones a estas actitudes no pueden pintar, por sí solas, el rostro de la utopía que impulsa las velas de esta Isla desde hace más de 40 años. El asunto no está solo en el milagro de conseguir el fruto, sino en que este no pierda su aroma que, en definitiva, es lo que le distingue. La gratitud, como el buen óleo, purifica. La desmemoria de lo raigal es uva seca que, en lugar de dar vino, destila desagradecimiento. A tiempo estamos, todavía, de no llorar, como la Mora, su irreconciliable pena por haber lanzado su perla al mar.
¡Perdón...! ¿Iba yo a comenzar a escribir o acabo de poner el punto final?