He estado pensando si el sentido del deber basta para que los individuos y las colectividades se concilien con la sociedad y sus normas. Me refiero, en particular, a las obligaciones del trabajo, reflejadas en un convenio, a veces tácito, en el que dos partes: el contratado y el contratante, se comprometen a «cumplir con su deber».
Habitualmente nos hemos educado en el sentido del deber como un fetiche ante el cual hay que postrarse sin condiciones. Tanto así es que incluso, cuando alguien intenta justificar alguna acción fea, acude a esa razón que ha de estar fuera de toda duda: «He cumplido con mi deber», aunque haya ensuciado un prestigio por cualquier tontería o por un afán incontenible de hacer daño.
Existen filósofos para quienes el sentido del deber significa una especie de «imperativo categórico»; otros piensan contrariamente: creen que el deber, así, a secas, no lleva muy lejos a la generalidad del ser humano. En todo caso conduce a producir personas rígidas, sin matices, medio autómatas.
Entre uno y otro conceptos es evidente que este columnista se queda con el deber entendido relativamente. Ni poco, ni mucho. El justo, el necesario para que la sociedad sea un conglomerado de hombres libres. Es decir, de hombres y mujeres que elijan voluntariamente cumplir con su deber.
Entre nosotros se ha probado que el deber impulsa a subir la escalera del heroísmo. Pero los que llegan son los menos. Los héroes no son las figuras más abundantes. Detrás de cada acto heroico, hay miríadas de acciones pusilánimes, hechas a medias o nunca hechas. Es la medida de lo común y lo corriente. Eso que somos casi todos. Me parece que Martí pensaba de ese modo cuando admitió —y cito la idea, no la letra exacta— que pocos hombres podían llevar el decoro de muchos.
Desde luego, hemos de aspirar al héroe. Aspirar a Don Quijote —como dijo alguien que he olvidado— para quedarnos en Sancho, esto es, superar a Rocinante.
Ahora bien, si de verdad queremos aspirar al héroe, o cuando menos al ciudadano cumplidor de leyes, normas y contratos, hace falta, tanto como el sentido del deber, que el deber tenga sentido. El más somero estudio de la psicología y las tendencias humanas nos confirma que, para vivir, las cosas han de tener un sentido. Trabajar para qué, puede uno preguntar. Pues, para comer. Y comer para qué. Hombre, para vivir. Y vivir para qué... La respuesta a esta última interrogante podría ser múltiple; unas extremas, de un lado o del otro. Mas la correcta es la que está en el medio. Ni tanto para la derecha ni tanto para la izquierda. En el punto de equilibrio, que según un pensador chino no es una posición sino la lucha por no caer.
Para terminar estas líneas, que podrían aparentar un misterio que no tienen, pues se refieren a los problemas y las soluciones con que actualmente pretendemos eliminar las indisciplinas y la pérdida de rigor en nuestros centros de trabajo; para terminar, repito, estimo que junto con el restablecimiento del sentido del deber hace falta que el deber tenga sentido moral y material. Y, por tanto, además del código de obligaciones, el país necesita un sistema de estímulos que reavive la ilusión de trabajar para vivir. Plenamente.