Un niño chino de cuatro años mató 443 pollos a gritos. El titular que divulgó este fin de semana la agencia EFE es de una violenta sencillez. Después de sonreír imaginando el galillo del pequeño, figuré el festín que habríamos tenido en La Habana si conviviéramos con pollos de granja y las perceptibles aves estuvieran sometidas al ruido nuestro de cada día, a los reguetones a todo meter, a los bocinazos y gritos de esquina a esquina, a los carros que parecen discotecas ambulantes, a las cafeterías y restaurantes con «música» grabada, a las «fiestas» donde la gente no puede conversar, porque necesita aturdirse.
Si hemos sobrevivido a tal contaminación del ambiente que nosotros mismos provocamos, será porque genéticamente tenemos más aguante que los pollos, aunque indudablemente mayor retardo evolutivo. Somos la única especie capaz de atentar contra sí misma a conciencia, a diferencia de los pollos que probaron, al menos, que intentan defenderse instintivamente de las furias del sonido.
Según el diario chino Nanjing Morning Post reseñado por EFE, la historia comenzó cuando el padre del muchachito entró el 24 de septiembre de 2006 en una granja de la comarca de Haian para hacer una entrega de bombonas de gas, acompañado por su hijo, y un perro asustó al niño con sus ladridos. «El niño empezó a proferir gritos de terror que, a su vez, asustaron a tal grado a los pollos del gallinero cercano, que las aves se pisotearon unas a otras y muchas de ellas murieron aplastadas», dice el cable.
El juzgado local ha dictaminado la semana pasada que el grito del niño fue el único «sonido anormal» que pudo causar el estrés de los pollos, apoyado por declaraciones de testigos que confirmaron el fuerte llanto del pequeño y su cercanía a una ventana que daba al gallinero. Los veterinarios, además, habían dictaminado que los pollos muertos no habían sufrido ninguna intoxicación, ni padecían gripe aviar o enfermedades de otro tipo. EFE asegura que el padre tendrá que pagar una indemnización al dueño de los pollos muertos, llamado Wang.
No he hecho mediciones científicas, pero podría asegurar que en nuestras calles y a veces en nuestras propias casas estamos sometidos a esos «sonidos anormales» que sobrepasan los niveles tolerados por el oído humano y que, según los especialistas, no solo conducen a la sordera, sino que neurotizan a la gente y generan hasta problemas cardíacos. Y estimulan la violencia, como lo probó recientemente el científico que ganó el Premio Nobel que otorga la Universidad de Harvard, que reconoce todos los años aquellas investigaciones más exóticas y prácticas del mundo. En el 2006, el IgNobel de la Paz lo obtuvo Howard Stapleton, quien estudió la violencia familiar e inventó un dispositivo «repelente de adolescentes», que produce un sonido que no es escuchado por los adultos, pero que resulta molesto para los muchachos colgados de una música a altos decibeles.
«Ahoga el ruido de los carros las voces de la lira», escribió Martí en una de sus crónicas a La Nación de Buenos Aires. Pues bien, el ruido —y no solo el de los carros— puede ahogar, junto con la lira, la voz del ser humano, la educación social, la solidaridad, la necesaria fraternidad del silencio, la intimidad, la capacidad de pensar y de escuchar al otro, y por ese camino seremos arrastrados a la locura como esas pobres aves de la noticia de EFE. ¿Dónde se extravió aquel saludable debate de hace algunos años, cuando se discutió y aprobó la Ley No. 81 de Medio Ambiente, del 11 de julio de 1997, de la Asamblea Nacional del Poder Popular, que establecía la regulación del sonido ambiental y promovía sanciones para quienes nos agreden con el ruido? ¿Por qué tenemos la percepción de que ahora nuestras calles son más ruidosas que antes y que quienes nos agreden a decibelazos pastan con absoluta impunidad?