El jogging grotesco del sargento Bagge y el presidente Bush. Foto: Time El avión lleva cuatro años en servicio. Llega cada martes, viernes y domingo por la noche a la base Andrews de la Fuerza Aérea de Estados Unidos con una carga angustiosa, llena de dolor y sufrimientos. No son los muertos de la guerra, quizá algo peor: son los mutilados, los jóvenes que han perdido alguno de sus miembros u órganos... Es el viaje de la tristeza desde Bagdad hasta Landstuhl, en Alemania, donde está el mayor centro hospitalario europeo para los militares estadounidenses; luego la parada en Andrews rumbo a la Sala 57 del Centro Médico Walter Reed del ejército, el pabellón de los amputados.
Las estadísticas dicen que el pasado martes 16 de enero había arribado el GI (soldado) número 500, lo que significa que el 2,2 por ciento de los 22 700 heridos en acciones bélicas forman parte de un nuevo ejército, el de los discapacitados, y no cuentan a quienes han perdido dedos de las manos o de los pies. Parece que eso no tiene la menor importancia.
El año pasado, cerca de un cuarto de los 128 amputados en las cifras del Pentágono, perdieron más de un miembro, comparado con el 13 por ciento durante el primer año del conflicto, cuando se suponía que estaban en una guerra victoriosa.
Y como ganancia de este enfrentamiento bélico, presentan que estos hombres y mujeres, disminuidos por la barbarie que su presidente ha llevado a otros lares, son bendecidos por las virtudes de la parafernalia de protección que resguarda sus órganos vitales, por los mejores equipamientos médicos que detienen rápidamente las hemorragias y trasladan a los heridos con prontitud hacia los hospitales. Proclaman que hay extraordinarias tasas de supervivencia en esta guerra: nueve de cada 10, comparados con los 7,5 en la terrible «experiencia» de Vietnam.
Entonces, si están vivos, haber perdido un brazo o ambos, una pierna o ambas, quedar ciego, o tuerto, es apenas una menudencia.
Dice un reportaje en la revista Time que esta guerra «producirá la primera generación de brazos y piernas biónicas». He ahí otra maravilla de la ciencia que deben «agradecer» estos muchachos.
Quizá puedan enrolarse en otra guerra y entregar el resto de su cuerpo a la idea bushiana. O servir al menos para echar a un lado el seguro sufrimiento, la tristeza personal, la desesperanza presente y futura, el pesimismo cotidiano... y lanzarse a correr junto a las pantorrillas sanas de W. Bush, tal y como hizo el sargento Christian Bagge con sus nuevas, flexibles y relucientes piernas... Todo es posible en «la viña de tal señor» del dolor y la desolación.